Mientras me afeitaba, la luz del día se iba agotando. Pasaba la navaja por mi mejilla izquierda cuando por primera vez en meses me corté la cara dejando la sangre correr. Si uno pudiera oler las fragancias de los colores y de las consistencias, el carmesí de la sangre olería a pegajoso.
Me lavé la cara y la sangre dejó de caer. Me puse un poco de colonia anticipando el ardor en la cortada y me fui a mi armario para vestirme.
Para entrar al bar tendría que ponerme algún traje, por lo que me puse una camisa rosa pálido y un traje gris. Me puse un cinturón negro y mocasines del mismo color con un poco de tacón; un poco de centímetros de altura nunca sobran.
Saqué mi carro a la calle repasando en mi mente las direcciones para llegar a la casa de mi amigo, después me preocuparía en como llegar al bar. Me tuve que detener en un semáforo en rojo, rojo carmesí. El semáforo me puso nervioso, el rojo del semáforo olía a muerte y eso me dio desde miedo hasta rabia. Bajé la ventana con el botón y me prendí un cigarrillo; nunca he sabido si en esta ciudad es legal fumar y manejar a la vez, pero realmente en ese momento no me interesaba.
El semáforo cambió y yo acelere cigarro en boca. Recorrí un par de calles, di unas cuantas vueltas y llegué a mi primer destino.
Santiago traía un traje negro con camisa morada, se veía bien, se veía mejor que yo. Subió al carro y prendió un cigarrillo antes de saludarme. Me dio la dirección del bar y juntos hablamos mientras yo conducía. Santiago me habló de como últimamente la tasa de homicidios en la ciudad habían subido y de como teníamos que tomar precauciones. Me pareció un poco exagerado, pero lo escuché para entretenerme, no perdía nada y hasta de pronto aprendería algo nuevo.
Al llegar al bar dejé a Santiago en la entrada y me dispuse a buscar un lugar para dejar el carro. Al parar en una esquina cigarrillo en boca de nuevo, se me acercó una hermosa mujer que no podía tener más de veinticinco años.
-Hola. Me sonrió. ¿Me podrías prestar algo de dinero?
-¿Para qué? Respondí instintivamente.
-El precio del lugar en el que normalmente dejo a mis víctimas subió y no me alcanza.
Esto también me lo dijo sonriendo, pero su sonrisa era otra. No era de cortesía si no de alegría.
-Pues para eso no tengo plata. Respondí. Pero si para invitarte a cenar.
Ella dudó unos segundos, se le veía en sus ojos cafés (¡qué fáciles que eran de leer!), pero después la duda desapareció de estos y la tan particular niña con todos sus olores se subió a mi carro.
La saludé con un beso en la mejilla y mientras lo hacía ella apoyó su mano en mi brazo, el sudor hizo que el rosa de la camisa se viera roja.
-¿Cómo te llamas? Me preguntó.
-Me dicen Teo, ¿a ti?
-Susanita.
-¿Ita?
-Sí.
Al acabar está breve presentación conduje hasta la zona rosa de la ciudad para tener la mayor cantidad de opciones de restaurantes posibles para que ella pudiera elegir una. Susanita quería carne.
Mientras comíamos, yo le hable a Susanita acerca de mi amigo Santiago y de como probablemente se molestaría al no tener quien lo conduzca de vuelta a su casa y ella río mientras cortaba su carne. Era impresionante la habilidad de esta mujer de ojos marrones para manejar el cuchillo haciendo finos cortes en la carne.
-Entonces, pregunté sonriendo. ¿Cuánta gente has dejado en este lugar que ahora cobra más?
-No podría darte una cifra exacta. Respondió ella con picardía. Cada semana pongo a alguien nuevo desde hace años.
-No debes tener mucho dinero extra si te cobran por esto.
-Por eso me disfruto tanto esta carne.
Reímos. Me gustaba mucho el humor negro de Susanita, poca gente puede hablar de muerte sin poner una cara seria.
El mesero se llevó nuestros platos ya vacíos y nos trajo un par de copas de vino tinto. Me molestaba el color del vino, ese color que debía oler a pegajoso, en ese momento decidí que no me gustaba el olor del rojo carmesí y por eso mismo me tomé el vino de un trago.
-¿Quieres ir a ver el lugar? preguntó Susanita aun sonriendo.
-Bueno vamos. Pagué y nos subimos al carro. Durante el viaje, me pregunté a dónde estaría yendo, no era posible que de hecho estuviéramos yendo a una fosa común o algo así.
Llegamos a un terreno baldío. Y lo comenzamos a caminar, supuse que era el lugar perfecto para besar a un extraño.
Susanita caminó hacia un hoyo y yo me pare junto a ella. Me metió la mano en el bolsillo de atrás del pantalón y dijo.
-Me gusta mucho el mundo de hoy en día.
-¿Por qué?
-Hoy en día, el humor de la gente llega a ser tan oscuro que uno puede hacer comentarios sobre muertes y a nadie le importa.
Noté el olor pegajoso a sangre que tenía la manga de mi camisa y sentí como Susanita sacaba la billetera de mi bolsillo trasero. La mire con disgusto y ella sonrío para después empujarme al hueco.
Caí y sentí como el dolor en mi espalda me inmovilizaba, miré a Susanita exigiendo una explicación y ella me dijo.
-Aveces la gente dice la verdad.
La mejor parte de morir por un disparo fue el olor a pólvora. Ya no olía a rojo pegajoso.
domingo, 28 de octubre de 2012
miércoles, 10 de octubre de 2012
Con la tristeza solo se puede bailar
El escenario está a oscuras y se prende una luz que se concentra en ti. Miras al público ausente, a todas esas sillas que alguna vez fueron ocupadas y cierras los ojos. La música lenta comienza a sonar.
Mueves tu cabeza de un lado al otro, la música te libera, te orienta y te refuerza. Abres los ojos y levantas un brazo lleno de gracia. Este te dirige, se mueve a la izquierda con la musica y tus pies lo siguen, caes con las piernas abiertas al ancho de los hombros y levantas las dos extremidades.
La adrenalina te llena los brazos, el pecho y los pómulos de tu cara, eres un artista y estás feliz.
Tomas aire, te llenas tus pulmones de la fragancia de la nada y te das una vuelta en el aire.
El tempo que te guia se tensiona, la música está lenta y tú te pones pendiente de lo que pueda suceder, hay otra presencia en el escenario, negra y azul, sin cara pero con cuerpo. El tempo se acelera, estás ahora en un baile de a parejas contra tu voluntad.
Agarras impulso, te elevas del suelo como un venado que corre por el bosque y el bailarín sin cara te intercepta antes de caer. Su cuerpo se enrolla en tu torso, te estrangula físicamente pero tu alma ahoga. Juntos aterrizan y el té abraza por atrás, su mano te acaricia, su fría mano negra. Mientras recorre tu cuerpo con la oscura extremidad te quedas sin aire, sin ánimos; el bailarín negro te consume. El volumen de la música crece y giras descendiendo hasta el suelo, el bailarín sin rostro sale disparado al otro lado de la tarima.
Cada uno parado en un extremo opuesto, se miran fijamente, la música retumba y corren a su encuentro. Quedan pocos centímetros de distancia y te deslizas al mismo tiempo que él salta, ambos giran de nuevo. El baile continua de una manera hermosa, cada vez te cansas más, tus músculos queman y la boca te sabe a sal por tanto sudor. El bailarín de negro abre sus ojos por primera vez, son enormes y blancos, son honestos y consternantes, la tristeza no tiene rostro pero si que tiene ojos.
Tu tristeza es tan grande que desarrolló un cuerpo, un cuerpo negro y azul, ahora solo te queda bailar con ella. Ya entiendes que con la tristeza no puedes luchar, no puedes hablar y no puedes negarla. Solo puedes bailar con ella y aceptarla, de nuevo tomas aire. Te arden los ojos, ardor de sal, los músculos de tu mandíbula duelen por la forma en la que la has apretado. Inhalas con una fuerza digna de un maestro de yoga y corres hacia la tristeza. Ella corre hacia ti también, ambos saltan y se encuentran en un abrazo en el cual ambos tienen los pies en el aire. Están cayendo lentamente, giran sin control, ambos luchan por quedar sobre el otro. El tono de la música está más fuerte que nunca y caes encima de la tristeza. Su cuerpo comienza a desvanecerse mientras tus manos lo comienzan a consumir.
Los ojos de la tristeza desarrollan unas pupilas moradas y los ves por última vez.
Estás solo en la mitad del escenario, estas de rodillas y tu piel se derrite en sudor. Levantas la mirada al reflector unico en todo el auditorio y te sientes mejor, de tu ojo derecho cae una lagrima rosada.
Mueves tu cabeza de un lado al otro, la música te libera, te orienta y te refuerza. Abres los ojos y levantas un brazo lleno de gracia. Este te dirige, se mueve a la izquierda con la musica y tus pies lo siguen, caes con las piernas abiertas al ancho de los hombros y levantas las dos extremidades.
La adrenalina te llena los brazos, el pecho y los pómulos de tu cara, eres un artista y estás feliz.
Tomas aire, te llenas tus pulmones de la fragancia de la nada y te das una vuelta en el aire.
El tempo que te guia se tensiona, la música está lenta y tú te pones pendiente de lo que pueda suceder, hay otra presencia en el escenario, negra y azul, sin cara pero con cuerpo. El tempo se acelera, estás ahora en un baile de a parejas contra tu voluntad.
Agarras impulso, te elevas del suelo como un venado que corre por el bosque y el bailarín sin cara te intercepta antes de caer. Su cuerpo se enrolla en tu torso, te estrangula físicamente pero tu alma ahoga. Juntos aterrizan y el té abraza por atrás, su mano te acaricia, su fría mano negra. Mientras recorre tu cuerpo con la oscura extremidad te quedas sin aire, sin ánimos; el bailarín negro te consume. El volumen de la música crece y giras descendiendo hasta el suelo, el bailarín sin rostro sale disparado al otro lado de la tarima.
Cada uno parado en un extremo opuesto, se miran fijamente, la música retumba y corren a su encuentro. Quedan pocos centímetros de distancia y te deslizas al mismo tiempo que él salta, ambos giran de nuevo. El baile continua de una manera hermosa, cada vez te cansas más, tus músculos queman y la boca te sabe a sal por tanto sudor. El bailarín de negro abre sus ojos por primera vez, son enormes y blancos, son honestos y consternantes, la tristeza no tiene rostro pero si que tiene ojos.
Tu tristeza es tan grande que desarrolló un cuerpo, un cuerpo negro y azul, ahora solo te queda bailar con ella. Ya entiendes que con la tristeza no puedes luchar, no puedes hablar y no puedes negarla. Solo puedes bailar con ella y aceptarla, de nuevo tomas aire. Te arden los ojos, ardor de sal, los músculos de tu mandíbula duelen por la forma en la que la has apretado. Inhalas con una fuerza digna de un maestro de yoga y corres hacia la tristeza. Ella corre hacia ti también, ambos saltan y se encuentran en un abrazo en el cual ambos tienen los pies en el aire. Están cayendo lentamente, giran sin control, ambos luchan por quedar sobre el otro. El tono de la música está más fuerte que nunca y caes encima de la tristeza. Su cuerpo comienza a desvanecerse mientras tus manos lo comienzan a consumir.
Los ojos de la tristeza desarrollan unas pupilas moradas y los ves por última vez.
Estás solo en la mitad del escenario, estas de rodillas y tu piel se derrite en sudor. Levantas la mirada al reflector unico en todo el auditorio y te sientes mejor, de tu ojo derecho cae una lagrima rosada.
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