El día en el que Juan Carlos decidio suicidarse comenzó de la misma manera que todos los demás.
La alarma de su telefono se activó diez minutos después de que Juan Carlos se despertara. El agua de su ducha no estaba lo suficientemente caliente, pero tampoco se podía decir que estuviese fría. Todo estaba básicamente bien, pero había lugar para mejorar.
El día en el que Juan Carlos sabía que estaba listo para morir era uno particularmente bonito. Había llovido la noche anterior y las calles parecían limpias. Era un buen día para trabajar afuera y Juan Carlos no perdió la oportunidad de hacerlo. Él amaba su trabajo, desde muy pequeño le había gustado todo lo que fuera crear. De niño hacia dibujos y esculturas de plastilina, cuando tenía doce comenzó a escribir cuentos y a los quince ya dedicaba sus propios poemas a los cuales les componía música sin mayor dificultad. Todo esto le gustaba hacer a Juan Carlos, y realmente no había abandonado ninguno de sus talentos, pero todos eran secundarios frente a su verdadero arte que afortunadamente doblaba como su pan de cada día, la talla de madera. Juan Carlos no recordaba con claridad en que momento comenzó a tallar, no recordaba en que momento la gente comenzó a reconocer su trabajo, ni en que momento pudo darse el lujo de vivir únicamente haciendo eso. La realidad era que eso no le importaba en lo más mínimo. Para él lo importante era que su arte se viera, y la madera era dfícil de ignorar.
El día en el que Juan Carlos sabía que iba a morir, él estaba acabando la estatua de la virgen María que había comenzado a tallar cinco semanas atrás. Esa estatua realmente no era para ningún cliente.
Había comenzado como un proyecto personal, un regalo, para el cumpleaños de una mujer que le había llamado la atención. Para cuando Juan Carlos llevaba dos semanas tallando la madera la mujer decidio desaparecer sin previo aviso. Para cuando la mujer había desaparecido, Juan Carlos estaba comenzando a tallar la cara. Y por destino o por convicción, la cara de María era la misma que la cara de la ausente. Tenía las mismas largas pestañas, y la misma nariz un poco grande pero fina. Juan Carlos era consiente de lo extraño que resultaba tallar a esta mujer y a María al mismo tiempo, pero le daba igual. La estatua era hermosa, le daba orgullo y esa tarde de todas formas él iba a morir.
Para Juan Carlos una cosa de ese día era clara e innegociable. Si realmente iba a ser capaz de morir, iba a hacerlo justo después del atardecer. A Juan Carlos le encantaba ver el atardecer desde la colina que cubría su pueblo y esa era la última vista que quería tener antes de volverse parte del calor del cielo. Para cuando María había quedado terminada, ya era el medio día. La estatua era auténticamente impresionante. Los ojos brillaban con culpa y tristeza, la boca sonreía con cortesía y miedo. El cabello caía desordenado por los pocos lugares en los que se podía ver y las proporciones eran perfectas. María media unos centimetros menos que Juan Carlos y su tamaño era ideal para abrazarle mientras el sol se ponía.
Juan Carlos sabía que María iba a ser pesada, por lo que tenía preparado una pequeña carretilla para moverla de aquí para allá. Subirla fue difícil pero no tomó mucho tiempo, y caminar las calles presumiendo su trabajo era una experiencia celestial para su artista. Juan Carlos y María comenzaron a subir las calles del pueblo dónde los dos habían nacido para llegar a tiempo a la colina. Y en el camino se encontraron con la pequeña vinoteca que también vendían libros por kilo. Era claro que Juan Carlos se merecía una copa, aunque no fuera un gran bebedor, por lo que decidió sentarse y pedirse un tinto. El vino sabía a hierro, pero era satisfactorio. María parecía aburrida pero a Juan Carlos no le interesaba lo que pensara ella. María nada sabía, era el primer día de su vida. Juan Carlos sabía todo, era el último de la suya.
Mientras María miraba al vació y Juan Carlos se acababa su copa, ambos presenciaron la impresionante hazaña de un perro que se había propuesto escapar de un coche que fungía como prisión para él. El coche tenía una ventana un poco abierta, claramente el dueño no quería que su perro se muriera. Pero el coche también estaba estacionado justo bajo el sol, y el dueño claramente no comprendía que había garantizado la tumba de su perro. El animal, que parecía un shiba inu cruzado con algún perrito de la calle, sacaba sus patas por la ventana. Luchaba contra el tiempo, contra la imposibilidad de sobrevivir en su cuerpo, luchaba contra el calor, y contra la incompetencia de su dueño. Juan Carlos quería salvarlo, pero María lo miraba con desaprobación. Juan Carlos no podía cuidar al perro, no después de esa tarde, y María no quería quedarse con la responsabilidad. A Juan Carlos, obviamente, no le importó la opinión de su creación y con gusto rompió la ventana del carro. El perro salió corriendo en búsqueda de sombra bajo el lecho de María y Juan Carlos creyó ver como el perro marcaba su territorio en la madera. Eso era absolutamente perfecto.
El perro claramente estaba agradecido con Juan Carlos. Pues mientras el autocondenado subía la colina con su hija, el perro brincaba alegremente junto a ellos. Su cola esponjada se movía delicadamente y sus orejas se hacían para atrás con cada briza que pasaba. Juan Carlos pensó en ponerle nombre a su nuevo amigo, mas opto por no hacerlo. Ponerle nombre iba a significar condenarlo. Hacerse su dueño para solo abandonarlo. A Juan Carlos por lo general no le gustaba el compromiso, pero esa tarde en particular no iba a ser una en la que iba a cambiar eso. Así que el perro se quedo llamándose perro por el resto de la vida de Juan Carlos, pero al perro esto no parecía molestarle, y nadie le preguntó a María qué opinaba.
Para cuando Juan Carlos, María y el perro habían llegado a la cima de la colina eran alrededor de las cinco y media de la tarde. Quedaba medía hora para el atardecer, por lo que Juan Carlos entendía que le quedaban unos cuarenta minutos de vida más o menos. Lo primero que hizo al darse cuenta de esto fue tirarse al suelo y respirar mientras olvidaba su horizontal cuerpo. Cerró los ojos y pensó en los ojos de María, se preguntó que estarían viendo. Después pensó en que opinaría el perro de todo esto. Sí si quiera lo notaría, seguramente sí, pero qué haría al respecto. Para Juan Carlos los perros no se preocupaban por la mortalidad o la entropía. El perro un día moriría, maría un día comenzaría a quebrarse y Juan Carlos probablemente no podría llegar a verlo. Después de pensar un poco más en cosas que no interesan de más, faltaban unos quince minutos para que el sol se escondiera. El cielo ya cambiaba de color y tanto Juan Carlos como María, como el perro, estaban sin palabras.
El día que Juan Carlos se iba a matar, había salido a la perfección. El plan del suicida había salido al pie de la letra y su corazón no podía estar más tranquilo. Él finalmente había aceptado la tendencia destructiva del universo, y estaba listo para formar parte de ella. No luchaba contra ninguna fuerza mayor, y se sentía libre. A Juan Carlos le dolían las mejillas de tanto sonreír y finalmente era momento para hacer su última obra en madera. Poco atrás de donde María y el perro se sentaron uno junto al otro viendo al horizonte hablando de lo que solo un perro y un pedazo de madera podían hablar, había un árbol de tronco ancho. Juan Carlos tenía en su mano el cuchillo con el que había creado cientos de veces y mirando a sus amigos decidio inmortalizarlos. El sol comenzaba a agacharse por completo y tanto María como el perro estaban concentrados en el momento. Juan Carlos vio la imagen y en el tronco el momento se convirtió en eterno.
Cuando el artista estuvo satisfecho con su bajorrelieve, toco el cuchillo con la punta de su dedo, probó el sabor de su sangrar y se sentó junto a María. Quedaban pocos segundos de día, pocos momentos de vida y la noche fue precedida por un ataque grosero e imperdonable del tiempo. María se había inclinado para ver mejor y al inclinarse había caído de lado al suelo. Tal vez María no se hubiera roto por la mitad de no ser porque había caído encima del perro quien después de un suave chillido descansaba para siempre junto a la santa madre frente al ocaso.
En el día en el que Juan Carlos había planeado suicidarse, nunca se llegó a ver el anochecer.