Román llevaba trabajando tres años en la cafetería de su cuñado. Siempre atendía las mesas del uno al seis, nunca las otras. Román, al igual que todos los meseros del planeta, con el tiempo se fue dando cuenta que los clientes frecuentes solían sentarse siempre en la misma mesa. Por esto no le gustaba meterse en la vida de estos, no le gustaba juzgar.
Como Román no se metía en la vida de los clientes de las mesas uno a seis, a él le gustaba imaginarse la vida de los clientes que se sentaban de las mesas siete a la doce.
Últimamente en la mesa ocho se sentaban diario dos personas, una era un hombre con una blanca barba, arrugas que demostraban experiencia mas no cansancio y ojos grises. La otra era una mujer, siempre fachosa, siempre vestida de rojo y siempre fumando.
Román pensaba que probablemente se trataba de una hija que había fracasado de repente y se pasó a vivir con su padre.
El cuñado de Román le pidió ese día, por primera vez que atendiera todas las mesas de la cafetería. Le avergonzaba mucho darle esa sobrecarga de trabajo, pero los últimos compañeros de Román han dejado de ir a trabajar. Además, más mesas significaban más propina.
Román dudó al principio, pero concluyó que le convenía hacerle el favor al cuñado, no perdía nada con eso. Atendió a la mesa diez y a la cinco, le llevó la cuenta a la mesa dos y comenzó a contar su propina cuando se le calló una moneda. Esta, porque así funciona la vida rodó hasta las botas sin brillar de la mujer fachosa vestida de rojo. Cuando Román se disculpó y se agachó para recogerla la mujer lo miró con desprecio, pero el viejo no solo se agachó también para recogerla, sino que le dio otra más.
Román los guio hasta su mesa y les preguntó que querían ordenar. La mujer pidió un café negro y un cigarrillo, el viejo un pie de limón.
Román le dio la orden a su cuñado y luego la llevó a la mesa número ocho. Al entregarlo la mujer encendió su cigarro y con este parecía encenderse su cabello. Román se quedó mirándola aturdido y ella chasqueo los dedos en la cara.
-Ya que está tan entretenido conmigo. Dijo la mujer. Ayúdeme a saldar una apuesta que tengo con mi amigo aquí.
Román avergonzado asintió con la cabeza y escuchó atento.
-Digamos que yo le dijera a usted. Comenzó la mujer mirando a la serena sonrisa del viejo. Que uno de nosotros es lo que ustedes llaman Dios, y el otro lo que ustedes llaman El Diablo.
A Román se le escapó una risa por la cual se disculpó y siguió escuchando.
Digamos que yo le diera la oportunidad a usted de adivinar quien soy yo, o más bien, quien es quien ¿usted que diría y por qué?
Román respondió casi instintivamente.
-Perdone mi atrevimiento, pero diría que usted es El Diablo, verá usted, el cigarrillo me hace pensar en fuego al igual que su ropa y su cabello. También como mujer la relaciono con el pecado.
Mientras que a su compañero aquí, al verlo como un hombre viejo y con ojos grises de sabio no puedo evitar verlo en el trono de Dios.
El viejo sonrió con picardía.
-¿Sí ves? le dijo la mujer al viejo. Yo no sé porque sigo aquí. No sé en que momento lograste agarrar tu desgraciada cara y volverla una figura santa, pero no es justo.
Después de decir esto miró a Román.
-Además, ¿cómo quieres que no fumé si tengo que escuchar todos sus problemas cada noche? ¡Él! ¡Él solo recibe tratos y más tratos! ¡Yo lo parí a él y a todos ustedes!
Román se perturbó con esta conversación e intentando no perder la poca propina que le quedaba se alejo de la mesa número ocho.
Desde detrás de la barra vio como el viejo acaba su pie de limón, y dejaba dinero en la mesa para después levantarse. La mujer imitó su última acción y ambos se dirigieron hacia la puerta.
Antes de salir El Diablo le guiño un ojo a Román y después Dios le levantó el dedo.
martes, 25 de septiembre de 2012
sábado, 22 de septiembre de 2012
Otoño
El día que muera, tendrá que ser entre septiembre y diciembre, tendrá que ser dentro de los días veintitrés.
El día que yo muera, antes de cerrar los ojos, necesitaré saber.
Que en un parque un cigarrillo se fuma mientras cae una hoja color café.
El día que yo muera tendrá que oler a árboles secos y a ropa color beige.
Porque de todas las estaciones, otoño es la última que deseare ver.
Cuando yo muera he de recordar, que en otoño me casé pues del otoño desde muy joven me enamoré.
Y ¿cómo no enamorarse de tan bella estación? en la cual las hojas mutan únicamente para así combinar con el sol.
Un beso nunca es tan sincero como cuando se da en otoño.
Un beso dado en esta mi favorita estación, es un beso valiente, un beso de verdadera pasión.
Si se quiere dar un beso en una situación, en la que la naturaleza desnuda se rinde sin humillación.
Abra que darlo con un sentimiento nacido de un honesto corazón.
Un beso dado en esta mi favorita estación, es un beso valiente, un beso de verdadera pasión.
Si se quiere dar un beso en una situación, en la que la naturaleza desnuda se rinde sin humillación.
Abra que darlo con un sentimiento nacido de un honesto corazón.
sábado, 8 de septiembre de 2012
Amor joven.
Camino por un parque cerca al centro de la ciudad. Paro unos minutos a mirar el cielo y me digo a mÍ mismo.
-Mierda, ojalá nunca se caiga.
Entonces veo que una nube comienza a bajar y me trago mi garganta del miedo que esto me causa.
Buscando refugio de la inevitable caída, me encuentro con una pareja joven. El muchacho parece de unos catorce años y la niña de dieciséis. Era una pareja no muy común pero tampoco imposible de entender.
-¡Corran! les grito. ¿No ven que el cielo se cae?
Ellos no parecen tener problema con esto, es más ¡están sonriendo! Su falta de instinto de supervivencia me causa rabia y me alejo de allí.
Llegando al centro me doy cuenta de que todo la ciudad está huyendo del cielo que cae, los transeúntes se esconden en parqueaderos de edificios con la misma cobardía de una cucaracha que huye de la luz escondiéndose bajo un refrigerador.
Por más que comparto su miedo, su comportamiento me parece ridículo. Escapar del cielo tiene que ser igual o más difícil que correr de tus propios pies.
Me encuentro solo, las calles están completamente vacías, pues todas las cucarachas han encontrado refugio. Miro al cielo y noto que está más cerca.
-Mierda, digo con voz de rendición. Se nos vino el cielo y yo aquí solo.
Pensé en dónde estarían las personas que en algún momento me quisieron como yo las quiero y qué sentirían al ver el cielo caerse.
Mis amigos probablemente estarían abrazando a sus respectivas esposas en los sótanos de sus casas tamaño familiar. La mayoría de estás esposas serian mis exparejas por lo que ya no tengo que preguntarme por ellas.
Mis padres seguramente están abrazados viendo una película o algún capitulo grabado de una serie de televisión, lo más probable es que ni se hayan enterado de que el cielo está cayendo.
Como no tengo hermanos y mis abuelos están todos muertos creo que esas son todas las personas que me quisieron, que deprimente.
Las nubes ya están a dos metros de mi cabeza y les devuelvo su amenazante mirada. En ellas veo la cara de Luna. ¡Cómo me olvidé de luna!
Luna, la muchacha más bella de la clase de filosofía y letras. Luna, siempre leyendo Cortázar y Tolkien pues para ella no existía la literatura mala. Luna, mi novia hasta el final de sus días. Luna, la desafortunada víctima de un ataque terrorista hacia el avión en el que viajaba hasta Europa para buscar una primera edición del Quijote.
A veces cuando me deprimo me digo a mí mismo que Luna está en el cielo cuidando de mí aunque nunca me lo crea. Dios una que otra noche incluso le ruego a las estrellas que Luna regrese a mí por actos inexplicables del universo. Ahora el cielo bajaba y en él debía estar Luna. ¡Mi deseo se cumplía!
Me parece irónico que Luna me este bajando el cielo a mí cuando yo era el que le prometía que un día le bajaría las nubes para que juntos decidiéramos donde vivir cuando muriéramos.
Con este corto recuerdo me di cuenta que Luna no me bajaba las nubes y que ella no estaba en el cielo, estaba destruida en miles de pedazos que aun flotaban en el mar caribe. Pero ahora yo sabía porque el cielo estaba cayendo.
Corrí evitando ver el cielo hasta el parque donde todo había comenzado. La joven pareja que buscaba estaba ahora acostada, supongo que se acostaron para poder ver el cielo solo un rato más.
Al verme la niña sonríe y dice.
-Es increíble que el novio más maduro que he tenido es dos años menor que yo.
A lo que él agrega.
-Ella es mi primera novia y por ella sería cualquier cosa.
Su alegría era contagiosa y tan enfermiza como un virus en invierno.
-Por ella bajarías hasta el cielo ¿no es así?
Él afirma con una sonrisa y ella suelta una risita.
-Mierda, Pienso. Estos dos nos mataron a todos.
-Mierda, ojalá nunca se caiga.
Entonces veo que una nube comienza a bajar y me trago mi garganta del miedo que esto me causa.
Buscando refugio de la inevitable caída, me encuentro con una pareja joven. El muchacho parece de unos catorce años y la niña de dieciséis. Era una pareja no muy común pero tampoco imposible de entender.
-¡Corran! les grito. ¿No ven que el cielo se cae?
Ellos no parecen tener problema con esto, es más ¡están sonriendo! Su falta de instinto de supervivencia me causa rabia y me alejo de allí.
Llegando al centro me doy cuenta de que todo la ciudad está huyendo del cielo que cae, los transeúntes se esconden en parqueaderos de edificios con la misma cobardía de una cucaracha que huye de la luz escondiéndose bajo un refrigerador.
Por más que comparto su miedo, su comportamiento me parece ridículo. Escapar del cielo tiene que ser igual o más difícil que correr de tus propios pies.
Me encuentro solo, las calles están completamente vacías, pues todas las cucarachas han encontrado refugio. Miro al cielo y noto que está más cerca.
-Mierda, digo con voz de rendición. Se nos vino el cielo y yo aquí solo.
Pensé en dónde estarían las personas que en algún momento me quisieron como yo las quiero y qué sentirían al ver el cielo caerse.
Mis amigos probablemente estarían abrazando a sus respectivas esposas en los sótanos de sus casas tamaño familiar. La mayoría de estás esposas serian mis exparejas por lo que ya no tengo que preguntarme por ellas.
Mis padres seguramente están abrazados viendo una película o algún capitulo grabado de una serie de televisión, lo más probable es que ni se hayan enterado de que el cielo está cayendo.
Como no tengo hermanos y mis abuelos están todos muertos creo que esas son todas las personas que me quisieron, que deprimente.
Las nubes ya están a dos metros de mi cabeza y les devuelvo su amenazante mirada. En ellas veo la cara de Luna. ¡Cómo me olvidé de luna!
Luna, la muchacha más bella de la clase de filosofía y letras. Luna, siempre leyendo Cortázar y Tolkien pues para ella no existía la literatura mala. Luna, mi novia hasta el final de sus días. Luna, la desafortunada víctima de un ataque terrorista hacia el avión en el que viajaba hasta Europa para buscar una primera edición del Quijote.
A veces cuando me deprimo me digo a mí mismo que Luna está en el cielo cuidando de mí aunque nunca me lo crea. Dios una que otra noche incluso le ruego a las estrellas que Luna regrese a mí por actos inexplicables del universo. Ahora el cielo bajaba y en él debía estar Luna. ¡Mi deseo se cumplía!
Me parece irónico que Luna me este bajando el cielo a mí cuando yo era el que le prometía que un día le bajaría las nubes para que juntos decidiéramos donde vivir cuando muriéramos.
Con este corto recuerdo me di cuenta que Luna no me bajaba las nubes y que ella no estaba en el cielo, estaba destruida en miles de pedazos que aun flotaban en el mar caribe. Pero ahora yo sabía porque el cielo estaba cayendo.
Corrí evitando ver el cielo hasta el parque donde todo había comenzado. La joven pareja que buscaba estaba ahora acostada, supongo que se acostaron para poder ver el cielo solo un rato más.
Al verme la niña sonríe y dice.
-Es increíble que el novio más maduro que he tenido es dos años menor que yo.
A lo que él agrega.
-Ella es mi primera novia y por ella sería cualquier cosa.
Su alegría era contagiosa y tan enfermiza como un virus en invierno.
-Por ella bajarías hasta el cielo ¿no es así?
Él afirma con una sonrisa y ella suelta una risita.
-Mierda, Pienso. Estos dos nos mataron a todos.
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