martes, 25 de septiembre de 2012

Román

Román llevaba trabajando tres años en la cafetería de su cuñado. Siempre atendía las mesas del uno al seis, nunca las otras. Román, al igual que todos los meseros del planeta, con el tiempo se fue dando cuenta que los clientes frecuentes solían sentarse siempre en la misma mesa. Por esto no le gustaba meterse en la vida de estos, no le gustaba juzgar.
Como Román no se metía en la vida de los clientes de las mesas uno a seis, a él le gustaba imaginarse la vida de los clientes que se sentaban de las mesas siete a la doce.
Últimamente en la mesa ocho se sentaban diario dos personas, una era un hombre con una blanca barba, arrugas que demostraban experiencia mas no cansancio y ojos grises. La otra era una mujer, siempre fachosa, siempre vestida de rojo y siempre fumando.
Román pensaba que probablemente se trataba de una hija que había fracasado de repente y se pasó a vivir con su padre.
El cuñado de Román le pidió ese día, por primera vez que atendiera todas las mesas de la cafetería. Le avergonzaba mucho darle esa sobrecarga de trabajo, pero los últimos compañeros de Román han dejado de ir a trabajar. Además, más mesas significaban más propina.

Román dudó al principio, pero concluyó que le convenía hacerle el favor al cuñado, no perdía nada con eso. Atendió a la mesa diez y a la cinco, le llevó la cuenta a la mesa dos y comenzó a contar su propina cuando se le calló una moneda. Esta, porque así funciona la vida rodó hasta las botas sin brillar de la mujer fachosa vestida de rojo. Cuando Román se disculpó y se agachó para recogerla la mujer lo miró con desprecio, pero el viejo no solo se agachó también para recogerla, sino que le dio otra más.
Román los guio hasta su mesa y les preguntó que querían ordenar. La mujer pidió un café negro y un cigarrillo, el viejo un pie de limón.

Román le dio la orden a su cuñado y luego la llevó a la mesa número ocho. Al entregarlo la mujer encendió su cigarro y con este parecía encenderse su cabello. Román se quedó mirándola aturdido y ella chasqueo los dedos en la cara.
-Ya que está tan entretenido conmigo. Dijo la mujer. Ayúdeme a saldar una apuesta que tengo con mi amigo aquí.
Román avergonzado asintió con la cabeza y escuchó atento.
-Digamos que yo le dijera a usted. Comenzó la mujer mirando a la serena sonrisa del viejo. Que uno de nosotros es lo que ustedes llaman Dios, y el otro lo que ustedes llaman El Diablo.
A Román se le escapó una risa por la cual se disculpó y siguió escuchando.

Digamos que yo le diera la oportunidad a usted de adivinar quien soy yo, o más bien, quien es quien ¿usted que diría y por qué?
Román respondió casi instintivamente.
-Perdone mi atrevimiento, pero diría que usted es El Diablo, verá usted, el cigarrillo me hace pensar en fuego al igual que su ropa y su cabello. También como mujer la relaciono con el pecado.
Mientras que a su compañero aquí, al verlo como un hombre viejo y con ojos grises de sabio no puedo evitar verlo en el trono de Dios.
El viejo sonrió con picardía.
-¿Sí ves? le dijo la mujer al viejo. Yo no sé porque sigo aquí. No sé en que momento lograste agarrar tu desgraciada cara y volverla una figura santa, pero no es justo.
Después de decir esto miró a Román.
-Además, ¿cómo quieres que no fumé si tengo que escuchar todos sus problemas cada noche? ¡Él! ¡Él solo recibe tratos y más tratos! ¡Yo lo parí a él y a todos ustedes!

Román se perturbó con esta conversación e intentando no perder la poca propina que le quedaba se alejo de la mesa número ocho.
Desde detrás de la barra vio como el viejo acaba su pie de limón, y dejaba dinero en la mesa para después levantarse. La mujer imitó su última acción y ambos se dirigieron hacia la puerta.
Antes de salir El Diablo le guiño un ojo a Román y después Dios le levantó el dedo.

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