Un día,
saliendo de mi casa, me enamoré. Salí de mi casa para caminar un poco, o para
comprar una bolsa de pan. El porqué salí de mi casa no era realmente
importante, ya que en todo caso me enamoré una vez que pisé la estación del
metro y frente a mi vi a una mujer con ojos felinos oscuros.
Para mí los ojos felinos, como regla, siempre
tenían que ser azules o verdes, y en casos muy remotos podían ser ojos
amarillos. Pero los ojos de está mujer eran negros, y a mí me parecieron
felinos, así que decidí que estaba enamorado de ella. Una vez tomada esta
decisión, lo siguiente era planificar que iba a hacer al respecto. Podía
haberme acercado y haberle preguntado su nombre. Pero si hubiera hecho eso
hubiera tenido que hablarle de algo, haber parecido interesante y no estaba
preparado. También pude haber sacado su teléfono de su bolso, siempre he sido
ágil con la manos, y después haberle preguntado si era suyo. Pero si me
llegaba a ver sacándolo de su bolso, hubiera pensado que era yo un ladrón, y ya
nunca habría podido conocerla. Finalmente decidí preguntarle a un conserje que
encontré a mi derecha desocupando una bolsa de basura, si esa mujer venia lo
suficientemente seguido como para saber que días y a que hora pasaba por aquí.
El conserje, buen observador de su territorio, me dijo que todos los días de
trabajo esta mujer se subía al metro más o menos a esta hora. En ese momento no
me perturbó que el conserje conociera a tal detalle el horario de la mujer de
los ojos felinos. Pero ahora si lo siento un poco extraño.
Me subí a mi metro y mientras miraba por la
ventana tomé una decisión. Ya sabía que iba a hacer para ganarme los ojos de
esa mujer, iba a darle algo tan único como ella, algo que no se podría
conseguir en ningún otro lugar, decidí darle mi corazón. Con esta decisión en
mente, me bajé del metro dos estaciones antes de lo planeado, camine hacía el
norte sin desviar mi mirada de mi meta y en poco tiempo llegué a un hospital.
En este hospital trabajaba mi hermano, el hermano que sí había puesto atención
en clase, el hermano que sí había ido a la universidad, y que ahora trabaja
como cirujano. Dentro del hospital fui directamente hacía los elevadores,
presioné el botón que me llevaría al séptimo piso y me decepcioné una vez que
se detuvo en el segundo piso para que entrara una señora ya arrugada y una
jovencita de más o menos diecisiete años. Seguramente la mujer arrugada era su
abuela, pero la pregunta era quien acompañaba a quien. Nunca lo supe.
Me bajé en el séptimo piso, y entré en la oficina
de Carlos. Carlos siendo mi hermano, claro. Una vez que entré, no esperé un
segundo para contarle lo sucedido. Le conté sobre la mujer de los ojos felinos.
Le dedicamos unos quince minutos a la discusión de si realmente era posible
tener ojos felinos sin ser claros, y al final llegamos a la conclusión de que
era posible siempre y cuando la cara de la mujer fuera simétrica. Después le
conté sobre mi conversación con el conserje y finalmente le dije mi idea. Le
dije que me quería quitar el corazón para dárselo como regalo. Apenas Carlos
escuchó esto, rompió a reír, lo que se me hizo muy raro. Carlos era el hermano
inteligente, y el hermano con plata, pero siempre había sido igual de romántico
que yo. De pequeños escribíamos juntos nuestros poemas, y los dos lo entregábamos
a diferentes niñas. De jóvenes nos metíamos a las floristerías, uno distraía a
los trabajadores y el otro robaba un ramo de flores que después le regalábamos
a las mujeres más bellas del día. Si alguien podía entender mi necesidad de
quitarme el corazón era él, pero se estaba riendo.
-Disculpa que me haya reído. - Dijo Carlos. -Pero
somos demasiado iguales. -
Después de decirme esto, Carlos me explicó que él
hace años había tomado la misma decisión, y que la verdadera razón para haber
estudiado medicina, y haberse especializado en la cirugía, era sacarse su
propio corazón. Yo me alegré al escuchar esto, y se lo hice saber al darle un
brusco abrazo. Pero después vi en su cara una solemne seriedad. Le pregunté si
él había tenido éxito en su intento y él me dijo que no. Cerró la puerta de su
oficina y me dijo que me iba a contar un secreto que una vez graduado, le
habían obligado a conservar.
-No tienes corazón, Daniel- Me dijo mi hermano.
-Ningún humano tiene. -
Esto por supuesto me sonó estúpido. Durante
milenios los humanos habían estudiado al corazón. Existen las cirugías a
corazón abierto, todos los febreros se cortan corazones de papel, los
marcapasos son algo que todo el mundo conoce. Mierda, ¡hasta en la escuela los
niños aprenden del corazón, de sus partes y de sus funciones! Le expresé estos
pensamientos a Carlos, y el con una mano en mi hombro me dijo que no sabía que
decirme, que las cosas eran así y que no sabía por qué los médicos mentían al
respecto. Yo le pregunté, que entonces por qué la gente herida en el pecho
moría siempre, y el me dijo que eran los pulmones. Le pregunté por los
marcapasos y me respondió que el ritmo cardiaco si existe, pero que nada más no
es culpa del corazón. Le pregunté por los corazones de papel, y el me dijo que
tenían la forma de las nalgas de una mujer agachada, no de un corazón.
Yo no sabía que decirle y el vio el desasosiego
en mi cara. Me preguntó si podía ir a cuidar a Arturo un rato y me ofreció las
llaves de su carro.
Tomé las llaves de su Jeep y conduje hasta su
casa casi sin pensarlo. Al abrir la puerta Arturo, el husky siberiano de
Carlos, me tiró de un golpe y me comenzó a morder la camisa. Él siempre me
saludaba así. Entré a la casa, y le serví un poco de comida en su plato de
metal. Mientras él tragaba casi sin respirar, me pregunté si él tenía corazón,
le toqué el pecho para buscar su pulso, pero acto seguido Arturo me atrapo mi
mano en sus fauces. En reacción al ataque, le metí un golpe en el hocico y fui
a lavarme la sangre en el lavaplatos de Carlos. Frente a este había una ventana
que dejaba ver otra ventana, y en esta se veía a una mujer. Una mujer que no
podía ser muy alta, ya que solo se le veía la cabeza, una mujer que tenía el
cabello dorado, no, marrón, no, tostado. Ah no recuerdo el color de su cabello.
Mientras yo la miraba por la ventana, lavando la sangre de mi mano, la mujer me
vio con sus ojos grandes y me saludó con una enorme sonrisa. Yo no entendí su
alegría, su amistad inmediata, pero le regresé el saludo y la sonrisa. Le grité
si quería venir, y ella me gritó que sí antes de desaparecer de la
ventana. Poco después Arturo y yo escuchamos unos golpes en la puerta.
-¡Daniel!- me saludó la pequeña mujer dándome un
fuerte abrazo y apretando su cabeza contra mi pecho.
Esta mujer me conocía, pero yo no tenía la más mínima
idea de quien era.
-¿No te acuerdas de mí, asno? Me preguntó e
inmediatamente recordé su cara. Recordé su extraño tono de cabello y Eva, su
nombre. Me reí, ella me golpeó, la abracé, ella me contó que se había casado
con un tal Luis Esteban que estudió con nosotros, pero que él estaba en un
viaje muy largo de negocios. Yo le pregunté si ella tenía corazón y ella me
volvió a golpear, Arturo le gruñó y yo le expliqué lo que acababa de pasar.
Ella me creyó inmediatamente (cosa que no es normal de Eva) y vi que su cara se
llenó de tristeza. Bueno, de tristeza no, de rabia, pero esa era su tristeza.
Le dije que tenía una teoría, ella me preguntó
cuál era. Le dije que yo creía que tal vez no teníamos corazones pero los podíamos
encontrar. Ella me preguntó donde y yo le dije que el primer lugar era Punta
Desengaño. Eva me preguntó que por qué ahí, y le respondí que Punta Desengaño
quedaba en Argentina, entonces tendríamos que recorrer Sudamérica y que eso nos
iba a dar muchos lugares para buscar. Y si en Sudamérica encontrábamos nada,
desde Punta Desengaño podríamos irnos a Europa.
Eva estuvo de acuerdo con mi teoría, dijo que
ella podía poner sus ahorros si yo ponía el carro y si yo estaba dispuesto a
manejar. Por primera vez amé a mi hermano por desconfiar de mí y guardar él mi
pasaporte en su casa. Tomé mi pasaporte, las llaves del Jeep de Carlos, el
collar de Arturo, una bolsa de comida de perro, el plato de metal y me subí al
carro mientras Eva iba a hacer no sé que en su casa. Una vez que ella regresó
se subió al carro, preguntó el nombre de Arturo y le pedí que pusiera en su
teléfono esa aplicación que todo el mundo usa para moverse por la ciudad, y que
hiciera que su aparato nos guiara hasta Zihuatanejo en donde subiríamos el Jeep
a un gran barco y nos tomaríamos
seis días en llegar hasta Cartagena de Indias,
donde comenzaría nuestra aventura sudamericana.
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