martes, 27 de mayo de 2014

Parte 1

Un día, saliendo de mi casa, me enamoré. Salí de mi casa para caminar un poco, o para comprar una bolsa de pan. El porqué salí de mi casa no era realmente importante, ya que en todo caso me enamoré una vez que pisé la estación del metro y frente a mi vi a una mujer con ojos felinos oscuros.
Para mí los ojos felinos, como regla, siempre tenían que ser azules o verdes, y en casos muy remotos podían ser ojos amarillos. Pero los ojos de está mujer eran negros, y a mí me  parecieron felinos, así que decidí que estaba enamorado de ella. Una vez tomada esta decisión, lo siguiente era planificar que iba a hacer al respecto. Podía haberme acercado y haberle preguntado su nombre. Pero si hubiera hecho eso hubiera tenido que hablarle de algo, haber parecido interesante y no estaba preparado. También pude haber sacado su teléfono de su bolso, siempre he sido ágil con la manos, y después  haberle preguntado si era suyo. Pero si me llegaba a ver sacándolo de su bolso, hubiera pensado que era yo un ladrón, y ya nunca habría podido conocerla. Finalmente decidí preguntarle a un conserje que encontré a mi derecha desocupando una bolsa de basura, si esa mujer venia lo suficientemente seguido como para saber que días y a que hora pasaba por aquí. El conserje, buen observador de su territorio, me dijo que todos los días de trabajo esta mujer se subía al metro más o menos a esta hora. En ese momento no me perturbó que el conserje conociera a tal detalle el horario de la mujer de los ojos felinos. Pero ahora si lo siento un poco extraño.

Me subí a mi metro y mientras miraba por la ventana tomé una decisión. Ya sabía que iba a hacer para ganarme los ojos de esa mujer, iba a darle algo tan único como ella, algo que no se podría conseguir en ningún otro lugar, decidí darle mi corazón. Con esta decisión en mente, me bajé del metro dos estaciones antes de lo planeado, camine hacía el norte sin desviar mi mirada de mi meta y en poco tiempo llegué a un hospital. En este hospital trabajaba mi hermano, el hermano que sí había puesto atención en clase, el hermano que sí había ido a la universidad, y que ahora trabaja como cirujano. Dentro del hospital fui directamente hacía los elevadores, presioné el botón que me llevaría al séptimo piso y me decepcioné una vez que se detuvo en el segundo piso para que entrara una señora ya arrugada y una jovencita de más o menos diecisiete años. Seguramente la mujer arrugada era su abuela, pero la pregunta era quien acompañaba a quien. Nunca lo supe.

Me bajé en el séptimo piso, y entré en la oficina de Carlos. Carlos siendo mi hermano, claro. Una vez que entré, no esperé un segundo para contarle lo sucedido. Le conté sobre la mujer de los ojos felinos. Le dedicamos unos quince minutos a la discusión de si realmente era posible tener ojos felinos sin ser claros, y al final llegamos a la conclusión de que era posible siempre y cuando la cara de la mujer fuera simétrica. Después le conté sobre mi conversación con el conserje y finalmente le dije mi idea. Le dije que me quería quitar el corazón para dárselo como regalo. Apenas Carlos escuchó esto, rompió a reír, lo que se me hizo muy raro. Carlos era el hermano inteligente, y el hermano con plata, pero siempre había sido igual de romántico que yo. De pequeños escribíamos juntos nuestros poemas, y los dos lo entregábamos a diferentes niñas. De jóvenes nos metíamos a las floristerías, uno distraía a los trabajadores y el otro robaba un ramo de flores que después le regalábamos a las mujeres más bellas del día. Si alguien podía entender mi necesidad de quitarme el corazón era él, pero se estaba riendo.

-Disculpa que me haya reído. - Dijo Carlos. -Pero somos demasiado iguales. -

Después de decirme esto, Carlos me explicó que él hace años había tomado la misma decisión, y que la verdadera razón para haber estudiado medicina, y haberse especializado en la cirugía, era sacarse su propio corazón. Yo me alegré al escuchar esto, y se lo hice saber al darle un brusco abrazo. Pero después vi en su cara una solemne seriedad. Le pregunté si él había tenido éxito en su intento y él me dijo que no. Cerró la puerta de su oficina y me dijo que me iba a contar un secreto que una vez graduado, le habían obligado a conservar.

-No tienes corazón, Daniel- Me dijo mi hermano. -Ningún humano tiene. -

Esto por supuesto me sonó estúpido. Durante milenios los humanos habían estudiado al corazón. Existen las cirugías a corazón abierto, todos los febreros se cortan corazones de papel, los marcapasos son algo que todo el mundo conoce. Mierda, ¡hasta en la escuela los niños aprenden del corazón, de sus partes y de sus funciones! Le expresé estos pensamientos a Carlos, y el con una mano en mi hombro me dijo que no sabía que decirme, que las cosas eran así y que no sabía por qué los médicos mentían al respecto. Yo le pregunté, que entonces por qué la gente herida en el pecho moría siempre, y el me dijo que eran los pulmones. Le pregunté por los marcapasos y me respondió que el ritmo cardiaco si existe, pero que nada más no es culpa del corazón. Le pregunté por los corazones de papel, y el me dijo que tenían la forma de las nalgas de una mujer agachada, no de un corazón.
Yo no sabía que decirle y el vio el desasosiego en mi cara. Me preguntó si podía ir a cuidar a Arturo un rato y me ofreció las llaves de su carro.

Tomé las llaves de su Jeep y conduje hasta su casa casi sin pensarlo. Al abrir la puerta Arturo, el husky siberiano de Carlos, me tiró de un golpe y me comenzó a morder la camisa. Él siempre me saludaba así. Entré a la casa, y le serví un poco de comida en su plato de metal. Mientras él tragaba casi sin respirar, me pregunté si él tenía corazón, le toqué el pecho para buscar su pulso, pero acto seguido Arturo me atrapo mi mano en sus fauces. En reacción al ataque, le metí un golpe en el hocico y fui a lavarme la sangre en el lavaplatos de Carlos. Frente a este había una ventana que dejaba ver otra ventana, y en esta se veía a una mujer. Una mujer que no podía ser muy alta, ya que solo se le veía la cabeza, una mujer que tenía el cabello dorado, no, marrón, no, tostado. Ah no recuerdo el color de su cabello. Mientras yo la miraba por la ventana, lavando la sangre de mi mano, la mujer me vio con sus ojos grandes y me saludó con una enorme sonrisa. Yo no entendí su alegría, su amistad inmediata, pero le regresé el saludo y la sonrisa. Le grité si quería venir, y ella  me gritó que sí antes de desaparecer de la ventana. Poco después Arturo y yo escuchamos unos golpes en la puerta.

-¡Daniel!- me saludó la pequeña mujer dándome un fuerte abrazo y apretando su cabeza contra mi pecho.

Esta mujer me conocía, pero yo no tenía la más mínima idea de quien era.

-¿No te acuerdas de mí, asno? Me preguntó e inmediatamente recordé su cara. Recordé su extraño tono de cabello y Eva, su nombre. Me reí, ella me golpeó, la abracé, ella me contó que se había casado con un tal Luis Esteban que estudió con nosotros, pero que él estaba en un viaje muy largo de negocios. Yo le pregunté si ella tenía corazón y ella me volvió a golpear, Arturo le gruñó y yo le expliqué lo que acababa de pasar. Ella me creyó inmediatamente (cosa que no es normal de Eva) y vi que su cara se llenó de tristeza. Bueno, de tristeza no, de rabia, pero esa era su tristeza.
Le dije que tenía una teoría, ella me preguntó cuál era. Le dije que yo creía que tal vez no teníamos corazones pero los podíamos encontrar. Ella me preguntó donde y yo le dije que el primer lugar era Punta Desengaño. Eva me preguntó que por qué ahí, y le respondí que Punta Desengaño quedaba en Argentina, entonces tendríamos que recorrer Sudamérica y que eso nos iba a dar muchos lugares para buscar. Y si en Sudamérica encontrábamos nada, desde Punta Desengaño podríamos irnos a Europa.

Eva estuvo de acuerdo con mi teoría, dijo que ella podía poner sus ahorros si yo ponía el carro y si yo estaba dispuesto a manejar. Por primera vez amé a mi hermano por desconfiar de mí y guardar él mi pasaporte en su casa. Tomé mi pasaporte, las llaves del Jeep de Carlos, el collar de Arturo, una bolsa de comida de perro, el plato de metal y me subí al carro mientras Eva iba a hacer no sé que en su casa. Una vez que ella regresó se subió al carro, preguntó el nombre de Arturo y le pedí que pusiera en su teléfono esa aplicación que todo el mundo usa para moverse por la ciudad, y que hiciera que su aparato nos guiara hasta Zihuatanejo en donde subiríamos el Jeep a un gran barco y nos tomaríamos
seis días en llegar hasta Cartagena de Indias, donde comenzaría nuestra aventura sudamericana.


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