Carlos vivía bastante bien.
Tenía un apartamento con una habitación, una sala, una cocina y un baño.
En la cocina a Carlos no le faltaba nada. En ella tenía una estufa, un horno, una tostadora, una licuadora, un lavaplatos y si tenía un buen mes a veces compraba un poco de miel.
El baño de Carlos estaba muy bien armado. Con un inodoro, un lavamanos y una tina todo hecho de porcelana blanca. También en el baño Carlos tenía una despensa con distintas colonias y no una sino dos toallas color salmón.
La sala de Carlos no era nada espectacular. Tenía un pequeño televisor, una mesita con libros de arquitectura (aunque a Carlos no le interesaba la arquitectura en lo más mínimo), y un sofá verde.
Finalmente, la habitación de Carlos era el cuarto más grande de la casa, lo que no significaba mucho al decir vedad. Pero en esta habitación, sobre su escritorio Carlos siempre tenía una flor.
Lógicamente la flor no siempre era la misma, las flores mueren, se pudren o dejan de tener sentido. Lo que si era constante era el jarrón en el que Carlos ponía las flores. Era un jarrón de vidrio y.. Bueno, el jarrón realmente no era lo importante.
A Carlos le gustaba escribir junto a las flores. Claro, algunas flores no eran para escribir mientras que otras volvían el arte en vicio. Uno pensaría que las flores que hacían a Carlos escribir cual grafómano, eran las más hermosas y/o las más brillantes. Pero esto no era así. Carlos escribía cuando tenía flores raras, exóticas e intrigantes. Cuando tenía flores de temporada o cuando tenía flores malolientes. Mas hay que aclarar algunas flores hermosas sí hacían a Carlos escribir. Pero bueno, realmente una flor tendría que ser muy fea para no verse hermosa en comparación con ese jarrón donde Carlos las sentaba. Era una botella barata de un color amar.. Perdón. El jarrón por más inmundo que fuese no lo era importante.
Siempre que Carlos llegaba a su casa, emocionado, con una flor nueva en su mano. Él ya sabía que nombre iba a llevar la planta. Siempre nombres de mujer, a Carlos le gustaba que fuera de esa manera y no de otra. Algunas flores tenían nombres que empezaban con "m". Como María, Melissa, Miranda o Mónica. Algunas otras eran bautizadas con "j". Como fue el caso de Johanna, Jean Claudette, y Jasmine. También hubo casos de flores con la "m" dentro del nombre y no al principio. Los casos más notables fueron Emma y Amanda. Hubiera sido normal que el jarrón hubiera sentido envidia hacia las flores, sí es que los jarrones son capaces de sentir tal emoción, pues el jarrón nunca había sido bautizado. Realmente Carlos ni siquiera lo llamaba por lo que era "jarrón" sino que obviaba su existencia, poniendo las flores en él sin darle más pensamiento al proceso.
Pasaban los años y a Carlos le fue bien en casi todos los aspectos posibles. La vejez le sentaba bien, su vida laboral era exitosa y siempre estaba rodeado de amistades. Pero él sufría por el hecho que sin importar cuán grande fuera su casa, cuán hermoso su rostro o cuán honesto su amigo. Carlos no podía encontrar una flor que no muriera con el paso del tiempo. Carlos no quería seguir cambiando de flor en flor. Carlos culpaba al jarrón, pero este no tenía la culpa. El jarrón solo era un amargado y feo pedazo de vidrio. Diseñado para decorar y prolongar la vida de las bellas flores. Él no tenía la culpa de las muertes, él también las sufría. Imaginen ustedes, cada tanto ver una nueva belleza. Posada sobre él, brillante, fresca. Bebiendo de su cuerpo, creciendo. Pero inevitablemente muriendo. El jarrón casi no podía con eso. El único motivo por el cual no se lanzaba del escritorio para acabar con todo el sufrimiento. Era que, al igual que Carlos. El jarrón esperaba que llegara el día en el cual Carlos trajera una flor que no muriera.
El jarrón y Carlos se parecían mucho. En realidad solo tenían una diferencia.
Por más que Carlos fuera esa figura, irremplazable, inteligente e influyente en la vida del jarrón.
En la vida de Carlos. El jarrón, por sobre todo. No era lo importante...
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