Caminaba yo por las calles de esta pequeña ciudad que realmente era demasiado pueblerina para ser ciudad, pero demasiado ciudadana para ser un pueblo.
Faltaba un día para el cumpleaños de mi papá y como siempre, era mi deber comprar el pastel. Nadie sabía a donde iba yo a conseguir esos pasteles que a todos les parecía encantar, pero a nadie nunca le iba a decir donde quedaba ese pequeño local. Yo era el encargado de los pasteles, solo yo lo podía saber.
Saqué un cigarrillo, lo prendí y soplé unos cuantos aritos de humo al aire. Solamente siguiendo esos aritos podía llegar al lugar donde compraba los pasteles.
Llevaba ya un par de años practicando este desconocido arte de los aros de humo, por lo que mis aritos duraban más de lo normal, solo tenía que soplar uno más o menos cada cinco minutos.
El más reciente aro de humo cruzó a la izquierda en una esquina por la cual yo nunca había cruzado. Pero los aritos sabían a donde iban; yo siempre confié en mis aritos. Cruzando la esquina descubrí una hermosa calle llena de casas anaranjadas, el arito se desvaneció y soplé otro, este siguió derecho y se desvaneció al chocar en la cara de esta preciosa niña, a la cual desde este momento me referiré como la princesa.
La princesa me preguntó por qué le había echado un aro de humo en la cara y yo le expliqué, por supuesto, que soplar aros y seguirlos era la única manera de llegar siempre a donde tenía que ir. Ella sonrió, y me pidió que le enseñara a soplar aros de humo, ella quería saber a donde tenía que ir. Viéndole sus ojos cafés supe que ella realmente no sabía soplar aros de humo, así que le ofrecí acompañarme a comprar el pastel, una vez en el local, le enseñaría a soplar aritos de humo.
La princesa me preguntó a donde iba, yo respondí que a donde el humo me guiara, y ella me preguntó a dónde quería que me guiara. Yo le respondí que necesitaba llegar a ese lugar donde yo siempre compraba los pasteles que a todo el mundo le encantaba y la princesa demostró ser muy hábil en el arte de adivinar, ella en ese momento me dijo que entendía porque nadie nunca encontraba la pastelería donde yo compraba los pasteles, ella adivinó que yo no los compraba en una pastelería, pero admitió no estar segura de donde los compraba.
Saqué un arito de humo y la princesa lo sopló, los dos lo seguimos rozándonos las manos, pero nunca agarrándolas. La princesa y yo nunca nos agarramos de la mano, no era lo nuestro. Después de seguir el arito de humo que sopló la princesa durante un tiempo, dejamos la calle de las casas anaranjadas atrás y nos encontramos en un parque con una hermosa fuente. La princesa se sentó en el borde de la fuente y me pidió que le enseñara una parte del proceso de soplar aritos de humo. Yo le dije que el primer paso era aprender a fumar, no por vicio sino por aburrimiento. La princesa me respondió que yo ya sabía que ella sabía fumar así y yo le di la razón, la princesa se levantó de la fuente y yo soplé otro arito de humo, pero este no era gris, este arito era azul.
El local estaba cerca.
La princesa se dio cuenta de lo cerca que estábamos del local y se puso nerviosa. Cuando alguien me acompaña al local de los pasteles yo siempre me escapaba de su vista cuando nos acercábamos a este, y la princesa lo sabía. Otro cigarrillo se había acabado por lo que prendí otro, claro. Pero en el momento en el que prendí el cigarrillo, la princesa también prendió el suyo. Yo le disparé
un aro de humo en su cara y ella sacó su primer aro de humo. Ya no importaba si
yo la llevaba o no, ella finalmente podría descubrir por su cuenta el camino al
local. Más me valía aunque sea acompañarla.
Durante unos minutos miré el local y después entré para comprar el pastel de mi papá. Salí con el pastel en manos y me encontré con la princesa sentada en una de las mesas al aire libre del lugar. Ella me miró, sonrío y exclamó sobre lo torpe que había sido al nunca haber considerado que yo compraba los pasteles en una cafetería. Yo no la culpé, yo había descubierto esa cafetería siguiendo aritos de humo, bajo cualquier otra circunstancia hubiera terminado comprando pasteles en una pastelería.
Me senté en la mesa junto a ella y sonreí. Nos dimos un corto beso y hablamos de cuantas celebraciones la princesa tuvo que esperar para descifrar donde compraba el pastel de nuestro aniversario cada año. Desde que tuvimos nuestro segundo aniversario a los dieciséis años, la princesa siempre intentaba encontrarse conmigo por accidente cada vez que yo iba por un pastel para intentar convencerme de que le dijera donde compraba los pasteles.
Pobre e inocente novia mía, ahora cada año, a ella le va a tocar ir por el pastel.
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