domingo, 19 de octubre de 2014

Armadura, botas, espada

Otro día comienza en el reino y todos los plebeyos se comienzan a preparar para un día más.
Los panaderos calientan hornos, los pescadores cuentan carnadas y los pastores saludan ovejas.
Comienza otro día en el reino y todos los nobles se preparan para vivir su día.
Los príncipes entonan sus liras, los tesoreros cuentan monedas y las princesas reconocen a sus doncellas.

El sol deslumbra al reino y en una casa cercana a la muralla de la ciudad un caballero se preocupa por todas las cosas que ese día tiene que hacer. El caballero, comiendo un pedazo de pan y tomando un poco de agua se repite a sí mismo las mismas tres palabras que se dice todos los días al desayunar. Armadura, botas, espada. Armadura, botas, espada. Armadura, botas, espada. El caballero sabe que estas tres palabras pueden sobrar, todos los días lleva la misma rutina, y nada nunca se le queda en su hogar. Armadura, dice mientras piensa en la bestia de la que se tiene que encargar. Botas repite pensando en la invitación a comer que recibió después de salvar la ciudad pocos días atrás. Espada, concluye pensando en que ese día no podía llegar tarde otra vez. 

El caballero sale de su casa y acariciando sus muñecas reflexiona los rumores que ha escuchado sobre las tierras al sur, rumores de objetos mágicos que miden el pasar del tiempo en unidades. Él sabe que como caballero su mayor defecto es siempre llegar tarde, y que el único enemigo al cual nunca logra derrotar es el tiempo. El caballero considera la posibilidad de emprender un largo viaje hasta encontrar uno de estos objetos, le gustaría mucho saber cuánto tiempo le queda cada día, y no tener que correr siempre hasta el final. Pero por el momento eso no era importante, por el momento lo importante era encontrar a la gran bestia y vencerla para poder entregarla y cobrar. 

El caballero en sus manos siente ansiedad, esa extraña ansiedad que se siente cuando algo se olvida o cuando se tienen muchas ganas de golpear algo. El caballero sabe que camino tomar para llegar rápidamente a la bestia, tomarla por sorpresa y matarla sin mayor problema. El caballero toma la ruta y la recorre con prisa, el caballero no se quiere quedar sin tiempo al final del día. El caballero se siente satisfecho al encontrarse con la bestia rápidamente, y se alegra más al verla dormida. El caballero se acerca lentamente a la bestia, termina a pocos centímetros de ella y se toma un segundo para apreciar sus dorado pelaje, sus gruesas patas y su fuerte mandíbula, pero no teniendo tiempo para gastar se apresura a levantar su brazo para así desenvainar la espada que todas las mañanas pone en su espalda.
Desafortunadamente para el caballero, la bestia, sintiendo su presencia despierta y lo embiste antes de que su brazo llegara a su destino. El caballero, ahora en el suelo detiene las fauces del gran felino pensando en lo poco conveniente de la situación, la idea era terminar con la bestia rápido para no llegar tarde ese día también. El caballero había comido un pan pequeño, bebido poca agua, y solo había repetido tres veces las tres palabras rutinarias (que normalmente repite entre nueve y once veces) para ese día no quedarse sin tiempo. Pero la bestia no parece interesada en su afán, la bestia tiene hambre y tiene la fuerza suficiente para mantener al caballero contra el suelo. Armadura, piensa el caballero, agradeciendo a sus vestimentas la protección que le brindaban y pateando una gran piedra cercana a su pie en dirección de su mano. Armadura, piensa mientras deja que la bestia le muerda el protegido brazo izquierdo para desocupar el derecho y con este tomar la gran piedra que con un golpe en la cabeza terminaría a la bestia. Armadura, responde sonriente cuando el hombre que  le paga su recompensa le pregunta su secreto para poder haber vencido a la feroz amenaza. 

El caballero iba bien de tiempo, el haber acortado su rutina matinal y haber tomado la ruta más rápida para vencer al animal, le proporcionó un margen suficiente para haberse demorado contra la bestia y todavía no quedarse sin tiempo. El caballero piensa en el siguiente asunto del día, ir a la casa de una agradecida familia a comer una caliente comida y discutir un poco de temas de actualidad. El caballero tiene mucha hambre, y camina a paso veloz para poder llegar rápido, comer rápido, hablar rápido y así finalmente retirarse rápido. El caballero caminaba a prisa por el sendero cuando la lluvia comienza a caer, y maldiciendo a esta se refugia bajo un viejo árbol. El caballero no puede darse el lujo de esperar a que la lluvia se detenga, el caballero no se quiere quedar sin tiempo, pero el caballero también es consiente de que con el sendero mojado, no puede caminar al mismo paso, arriesgando el caer en una zanja o el resbalarse y rodar en el lodo llegando en condiciones poco presentables a la casa de su anfitrión.  El caballero sentado ve sus pies, y sonriente se levanta agradeciendo su rutinario ser. Botas, dice mientras siente la estabilidad en sus pies al pisar el lodoso camino. Botas, repite pisando un charco sin miedo a mojar el interior de estas y enfermarse después. Botas, responde el caballero cuando sus anfitriones le dicen que no esperaban verlo hasta después de la lluvia y le preguntan que cómo es posible que hubiera llegado con tanta rapidez. 

El caballero encuentra la comida exquisita, la come sin discreción y el gusto le hace olvidar un poco la sensación de ligereza que siente en su espalda, la ansiedad que siente en sus manos, y el miedo que le tiene al pasar del tiempo. Esto se interrumpe cuando el hombre de la casa que los protege de la lluvia pregunta el motivo del afán del caballero. El caballero reposando su espalda sintiéndose inusualmente cómodo, responde que todos los días lleva a cabo pequeñas tareas, come en casas ajenas y siempre llega tarde a una casa que parece ser todos los días aterrorizada por un caballero criminal. El caballero dice que no se quiere seguir quedando sin tiempo, y explica que esa mañana no tomó el tiempo acostumbrado en arreglarse, no llevó su rutina de memoria a cabo, y que por consecuencia todo parecía indicar que ese día podría interceptar al bellaco. El hombre de la casa no responde nada y el caballero se despide saliendo de la casa, acomodando la armadura y apretando las botas. Armadura, botas, espalda, dice riendo por su juego de palabras y camina, saboreando el tiempo que no ha perdido, en dirección de la casa dónde el l día tendrá lugar.

El caballero llega a la casa y pregunta a la joven que vive en ella si el deshonrado hombre ha llegado ya. Ella niega con la cabeza, pero se detiene al encontrar en la distancia a una silueta que no tarda en señalar. El caballero voltea y siente rabia al ver a su oponente, mas a la vez siente placer al haber conservado el tiempo suficiente. El caballero deshonroso corre en dirección del caballero afanado y el caballero afanado le responde con la misma acción. Espada, dice el caballero sintiendo ansiedad en la mano, en la espalda y en el corazón. ¡Espada! grita deteniendo su correr y recordando la ligereza en su espalda y la comodidad al reposarse en una silla sin haber tenido que desarmarse... Espada... susurra mientras siente la cuchilla de su enemigo atravesarle el vientre, pensando en como en lugar de repetirse armadura, botas, espada, en su casa. Se tomó el tiempo de pensar en como no podía quedarse sin tiempo hoy.

Armadura, botas, espada. Dice el caballero una última vez. Dándose cuenta que en la vida, tanto los príncipes como los panaderos, y hasta los habitantes del sur con sus aparatos medidores de segundos. un día, sin importar sus afanes y lo rápido que hagan sus mandamientos. Terminan todos quedando sin más tiempo para gastar.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Poema condicional

Me dices, intentando tener excusas, que el hubiera no existe.
Que el estado condicional de la palabra le quita su valor y su propósito de existir.
Pero yo siento que hablas sin saber, que juzgas el hubiera sin conocer todo lo que puede hacer.

Yo te digo que el hubiera, hubiera existido si así lo hubieras querido.
Pues el hubiera no es algo que no fue y que pudo ser.
El hubiera es el hijo de amor que tuvieron el había y el habrá.
Es la mezcla de todas las cosas que han sido, y todas las cosas que pronto serán.

El hubiera es la dimensión siguiente y anterior a la nuestra. 
Es la dimensión en la que nuestros sueños son realidad y en la que nuestros futuros son seguros.
El hubiera es un mundo en el que hemos estado juntos, y en el que todavía lo vamos a estar.
El hubiera somos tú y yo. En el presente en el futuro y en lo que ya ha pasado.
Claro, todo esto con la excepción de que el hubiera siempre fue inmortal.

Entonces te digo que el hubiera no solo si existe, sino que es lo que espero un día tener.
El tiempo es algo simple y aburrido.
El hubiera es algo entretenido.
Y nosotros somos todo lo que con ellos queramos hacer.

domingo, 3 de agosto de 2014

Poema real

¿Puede el enamorado diferenciar caer de volar?
Un enamorado se eleva, se eleva con su enamorada.
Se eleva porque ella lo ama, porque ella lo necesita.
Un enamorado le escucha, le pone atención y siente interés por sus historias.
Pero ¿qué pasa cuando todo lo ha contado?
¿Puede el enamorado diferenciar entre algo nuevo y algo olvidado?
Tal vez el enamorado olvida a propósito, olvida para volver a escuchar.
Para no tener que perdonar.
¿En qué momento comienza a ser caer y deja de ser volar?
¿Cómo puede el enamorado darse cuenta?
Él, con sus ojos cerrados solo siente el viento en su cara.
Solamente siente las manos de su amada apretando con firmeza.
El enamorado cree que el miedo de ella, el miedo que le hace apretar con fuerza.
No es más que decisión, que certeza.
Él confía en ella mientras ella busca la fuerza para poder soltarse.
Él se comienza a dar cuenta, y quiere soltarla, dejarla ser feliz.
Pero él sabe que si la suelta, uno cae y otro vuela.
Uno se estrella contra el suelo, otro muere solo en el aire.
Por ella es más fácil olvidar. Olvidar lo que hace, olvidar lo que dice.
Escuchar todo por primera vez, una y otra vez.
Sufrir por las ofensas frescas, siempre sintiendo la primera herida.
Decirle que si juntos se elevan nada va a suceder.

Sabiendo que juntos caen más rápido desde el momento en el que se dejaron de amar.

miércoles, 9 de julio de 2014

Parte 3

-No sé si no te creo, o si no te quiero creer Daniel.- Dijo la voz de Carlos desde su celular con tono de derrota.
-¿Dónde dices estar?-
-Zihuatanejo.- Respondí murmurando con un poco de vergüenza. -Carlos... Tengo que pedirte algo.-
-¿Quieres dinero verdad?-
-No, necesito otra cosa.-
-Te acabo de transferir a tu tarjeta todo el dinero que vas a necesitar para recorrer el mundo dos veces.-
-Gracias Carlos, pero...-
-Pero esta es la última vez Daniel.-
-Lo aprecio, pero déjame hablar.-
-No te quiero escuchar, disfruta el dinero, disfruta tu viaje, regresa a mi perro, regresa mi coche y entiende que ya no te volveré a dar la mano desde hoy.-
-Carlos.-
-No, adiós.-

Llamar a Carlos resultó muy diferente a todo lo que esperaba. Se suponía que al llamarlo, él me daría un regaño, me preguntaría mis intenciones y finalmente entendería todo para después darme la documentación de Arturo. Pero en lugar de esto, Carlos no me regañó, me transfirió mucho dinero y me dio la espalda por primera y última vez. Mis sentimientos no podían confundirse más. Por un lado estaba frustrado por no haber progresado nada en el caso de Arturo, por otro estaba triste por perder el apoyo de mi hermano, y por otro estaba muy tranquilo y cómodo con este nuevo capital en mi cuenta bancaria.

Caminé hacia las mesas en donde estaba Eva y le conté que Carlos no quería saber nada de mí y que no había podido conseguir los documentos de Arturo. Ella me miró con cara de condescendencia, como si este resultado hubiera sido terriblemente predecible y me pidió mi teléfono para después irse caminando con este entre sus dedos.
Miré a Arturo y me sentí culpable, no era culpa suya estar aquí, seguramente tenía calor, pobre perro de nieve en este clima tan caliente. Él ahorita debería estar en su casa, tomando agua de llave, comiendo comida con sellos de recomendación y ladrándole a los pájaros de las ventanas. No aquí, no amarrado a una mesa mientras que el mar se burla de él. Y lo mismo pasaba con Eva, ella no debía estar conmigo, ella era una mujer enamorada, con una buena vida y con un buen futuro. Ella no tiene lugar aquí, jugando a ser mi niñera, comprándome ropa y dándome de comer. ¿Cuál es mi problema? ¿Por qué yo, en lugar de joderme solo a mí, me tuve que llevar también la tranquilidad de las vidas de estos bellos seres?

-Perdón- Murmuré mientras me ponía de rodillas y apoyaba mi cara en el pelo sucio de Arturo. -Perdóname por traerte conmigo.-

Arturo, confundido por mis movimientos, se intentó mover para evitar mi contacto. Pero no se lo permití, lo tomé con mis brazos y lo presioné contra mi pecho. Tal vez había perdido a mi hermano, pero todavía tenía una parte de él conmigo en su perro y no la pensaba dejar ir pronto.

Decidí que necesitaba estar solo un tiempo, o mejor dicho, solo con Arturo. Lo desamarré otra vez de la mesa y me fui hasta el Jeep de Carlos. Me quité mis zapatos, me quité mis calcetines y me quité mi reloj. Después de esto me fui con Arturo a caminar por encima de la arena y a escuchar a las olas pelear con el continente. Solté la correa de Arturo y lo vi salir corriendo. Era impresionante verlo, sus orejas giradas para atrás, sus piernas perfectamente coordinadas y su cola levantada. Poco a poco se alejaba más y poco a poco me quedaba más difícil mantener mi vista en él. El calor se sentía bien en mi cara, la brisa refrescaba lo que el sol atacaba y no pude evitar que mi cuerpo se tirara a la arena a descansar. Por unos momentos olvidé que era la sociedad, olvidé que era el humano, y me pregunté si yo podía realmente ser parte de esta especie. Lo que sabía del ser humano no era mucho, sabía cómo se ven los humanos, y yo me veía como uno. Sabía cómo hablaban los humanos, y yo hablaba como ellos. Sabía también que los humanos no tienen un corazón físico, y todo parecía indicar que yo tampoco tenía. Supongo que yo era un humano tan normal como todos los demás, aunque también creo que me hubiera gustado sentirme diferente. Poder decir que sin importar lo que fuera la sociedad yo no pertenecía a ella. Pero la realidad es que yo pertenecía tanto a ella como Eva, como Carlos, o como la mujer de los ojos felinos. Yo solo era una persona más, excepto que yo no tenía trabajo, ni dinero que yo hubiera ganado. Mierda, ya ni siquiera tenía el apoyo de mi hermano. Yo era ese miembro de la sociedad que no tiene nada que aportar, pero que no tiene la decencia de morirse, yo era ese fracasado que recuerda a los afortunados de su fortuna. Yo era ese imbécil tirado en la arena, solo, lejos de casa, lejos de su corazón, lejos de todo.

Tal vez ese era mi lugar, lejos de la gente, lejos de la sociedad. Me puse de pie y pensé en el echo que
Arturo no era una persona, sino un animal y que por eso podría estar cerca de él. Caminé por la playa hasta que lo encontré para después llevarlo con Eva, era momento de despedirme de ella.
Una vez que me la encontré estaba saliendo de lo que parecía ser la oficina del dueño de un pequeño restaurante.
-¿Haciendo amigos?- Le pregunté con un tono evidentemente burlón.
-Sí, del fax... Asno.- Me respondió dándome mi celular y una serie de papeles. -Ahora creo que me echaré unas horas al sol mientras tú organizas lo del barco ese.-

Me esperé a que Eva se fuera de allí para poder leer los papeles que me había dado. Y estos papeles eran exactamente lo que me esperaba, eran los documentos de Arturo. De alguna manera, no sé cómo, Eva había calmado a Carlos y le había pedido los documentos que me hacían falta. ¿Sabrá que Carlos me dio dinero? ¿Qué ya no la necesito como tal? ¿Será que se fue a tomar el solo para probar si me iría sin ella? Maldita sea, odio que la gente sea amable conmigo, me hace más difícil no tratarlos tan bien.
-¿Qué debería hacer hermanito?- Le pregunté a Arturo. Y sus ojos no me dijeron nada, eran los ojos de un perro y no los de una persona, él no me podía responder, era mi decisión. Y porque él no me podía responder la decisión era fácil. Eva era una persona inteligente, bonita, y que me ayudaba a hacerlo todo. Era una persona con un corazón tan bello, que se lanzó a acompañarme en esta aventura dejando su vida en pausa solo porque yo podía usar su ayuda. Ella era todo lo que una buena persona podía ser, y yo no podía llevar eso conmigo. Ella era la única clase de persona que me podría perdonar por dejarla abandonada allí, y no era como que fuera a sorprenderse si lo hacía.

Con todo esto en mente me subí al Jeep, subí el Jeep al ferri, y abandoné el continente para no volver a tocar tierra hasta estar en Sudamérica. Desde el mar me acerqué al final del bote y pude ver el lugar en el que había estacionado Eva horas atrás. Creí ver una figura caminando y sentí que estaba confundida. Nunca pude confirmar si esa figura había sido Eva o no, en todo caso nunca volví a ver a Eva, espero que haya podido llegar bien con Luis Esteban.
Tal vez la vuelva a ver algún día, y tal vez me perdoné cuando le cuente el resto de la historia.

jueves, 29 de mayo de 2014

Parte 2

Ropa. De todo lo que se nos pudo olvidar llevar. Comida, cheques, música, audífonos, libros, comida para perro. De todo eso lo único que olvidamos fue empacar un poco de ropa. Y lo peor es que no nos llegamos a dar cuenta de esto hasta que en la mañana después de haber pasado la noche en un pueblito llamado Ciudad Altamirano. Desayunando en el pequeño restaurante de la posada me regué un plato de leche sobre mi chaqueta de jean y tuve la necesidad de cambiarme. Acabamos de desayunar primero, claro, pero después fuimos al cuarto en el que nos quedamos (yo dormí en el sofá ya que Eva pagó el hospedaje) y allí nos dimos cuenta que no solo no tenía otra chaqueta para reemplazar a la víctima de mi torpeza al comer, sino que no teníamos nada más que vestir. Mi respuesta a este predicamento fue tomar unas tijeras que estaban en la habitación y cortar las mangas de la chaqueta, después de todo en Sudamérica debía hacer calor, y solamente las mangas recibieron un daño notable por la leche. A Eva no le fascinó mi idea, me llamó torpe, y me forzó a pasar la tarde de ese día, sufriendo el calor de Ciudad Altamirano, esperando con Arturo en la entrada de muchas tiendas de ropa que todavía me sorprende hayan podido recibir la tarjeta de crédito de Eva. Y lo peor de todo era que no me podía quejar, al fin de cuentas, Eva me estaba comprando ropa nueva sin que yo se lo hubiera pedido. Y a caballo regalado no se le miran los dientes.

Después de todo el incidente, nos subimos de nuevo al Jeep, fuimos a llenarlo de gasolina y volvimos a tomar el camino hacia el puerto de Zihuatanejo. Era el turno de Eva de poner su música, cosa que me espantaba terriblemente, pero que al final resulto no molestarme en los más mínimo. Su música estaba compuesta por todas las canciones que todo hombre conoce, disfruta y oculta disfrutar a toda costa. Canciones de Cascada, Kelly Clarkson, y por supuesto Disney, nos acompañaron a lo largo de las autopistas del estado de Guerrero durante todo el día y también durante toda la noche que tuvimos que pasar en el tráfico sin nunca realmente llegar a enterarnos si es que sucedió un accidente o algo de esa naturaleza. Por suerte, y más que nada por la bondad de Eva yo dormí gran parte del tráfico en la parte de atrás del Jeep, aprovechándome del pelo de Arturo. Ella insistió en que yo había conducido sin parar todo el camino hasta ahora, y que lo mínimo que podía hacer era ocuparse de la parte tediosa. Yo no quise aceptar su oferta, pero había algo en Eva, una autentica amistad, o cariño,  o un no sé qué que me forzaba a aceptar sus favores. Y por este efecto de ella me terminé recostando junto, o mejor dicho sobre Arturo, pensando en la mujer de los ojos oscuros y preguntándome en dónde se suponía que iba a encontrar mi corazón, si es que lo encontraba.

Por más que toda mi vida he sido un vago, siempre he sido de sueño ligero. El más mínimo movimiento o sonido siempre me ha logrado despertar, y por esto fue que un desafortunado resoplo de Arturo logro despertarme en la mitad de la madrugada todavía en este tráfico mexicano. Abrí mis ojos delicadamente y no moví un músculo, pretendiendo volverme a dormir. Pero mi atención se la llevo la voz de Eva que preguntaba si ya me había quedado dormido. Decía que le gustaba hablarle a la gente cuando dormía por que solo ahí la gente escuchaba sin poder responder y solo ahí podía decir las cosas que no se quería guardar, pero que le daban miedo decir en voz alta. Yo me quedé inmóvil y cerré mis ojos en caso de que Eva volteara a verme entre sus frases. Lo más apropiado hubiera sido decirle que estaba despierto, que la escuchaba y que lo mejor que podía hacer era callar, pero no lo hice. Quería escucharla y quería saber lo que me iba a decir. Yo en nuestra adolescencia más de una vez sospeche que ella sentía interés por mí, y más de una vez consideré posible sentir algo por ella también, pero nunca lo confirmé. Tal vez finalmente podría confirmar mis sospechas, poner en práctica mis consideraciones, y tal vez así, allí en la mitad de la autopista de guerrero encontraría yo mi corazón. Eva continuó hablando y dijo cosas como que era muy tonto extrañar a alguien cuándo había hablado con esa persona hace tan poco tiempo, y que ella sabía que podía verme si quería, pero que era su propia decisión no hacerlo, para poder así extrañar. Después guardó unos segundos de silencio y cambió su tono de voz. Preguntó si estaba despierto, y mi corazón se helo. Agarre un poco fuerte a Arturo y en voz alta le pedí perdón. Eva volteo a verme con cara de sorpresa y con su teléfono en su mano izquierda.

-No te preocupes.- Me dijo. -Mi amor por Luis Esteban no es secreto, y fue culpa mía que me escucharas.-

No le respondí nada, ¿Qué podía decirle? ¿Pensé que hablabas de mí, pero no te preocupes? no. No podía decir nada, murmuré unas palabras que fueron incomprensibles a propósito y respiré fuertemente. Eva le dijo a su teléfono que no había sido nada, que Daniel había hablado dormido, pero que era mejor que colgara. Le mandó un beso a su hombre y dijo unas palabras muy bajito, seguramente para que no la oyera yo. Pero claro que la escuché, y acepté para mi mismo que si esas palabras me las llegaba a decir alguien a mí, esa persona tendría e iba a ser la mujer de los ojos felinos oscuros. El día siguiente desperté todavía en la parte de atrás del Jeep, cerca al mediodía pero sin la compañía ni de Arturo a mi lado, ni la de Eva en el puesto del piloto. Me bajé del carro para darme cuenta que estaba en un estacionamiento frente al mar. Caminé hacia lo que parecía un restaurante de muelle y allí encontré a Eva bebiendo agua con hielos con una pajilla, y girando unos lentes de sol que parecían finos en su mano derecha. Me acerqué a ella, saludé a Arturo que estaba amarrado a las patas de la mesa y recibí los lentes que Eva me ofreció al instante.

-Un regalo de Luis Esteban.- Me dijo orgullosa. -Esta agradecido por que me sacaras de la casa mientras él regresa.-

Tomé la correa de Arturo, bebí un poco de agua, y me fui sin agradecer los lentes (que todavía uso en toda honestidad) a preguntar los detalles para embarcar a nuestro siguiente destino. Afortunadamente llevaba a Arturo conmigo, ya que el encargado del día lo vio y me preguntó si pensaba llevar "a ese perro también".  Pues para hacerlo necesitaba sacar un "permiso internacional" y necesitaba "los documentos del animal." Experimenté el sentimiento que siente un adolescente cuando pide prestadas monedas para poder comer algo de la maquinitas, y esta se queda atorada en los odiosos aros negros, robándose así el dinero y las esperanzas de un joven.

Saqué mi teléfono de mi bolsillo y vi con desprecio todas las llamadas perdidas de Carlos. Era momento de llamarlo de regreso.

martes, 27 de mayo de 2014

Parte 1

Un día, saliendo de mi casa, me enamoré. Salí de mi casa para caminar un poco, o para comprar una bolsa de pan. El porqué salí de mi casa no era realmente importante, ya que en todo caso me enamoré una vez que pisé la estación del metro y frente a mi vi a una mujer con ojos felinos oscuros.
Para mí los ojos felinos, como regla, siempre tenían que ser azules o verdes, y en casos muy remotos podían ser ojos amarillos. Pero los ojos de está mujer eran negros, y a mí me  parecieron felinos, así que decidí que estaba enamorado de ella. Una vez tomada esta decisión, lo siguiente era planificar que iba a hacer al respecto. Podía haberme acercado y haberle preguntado su nombre. Pero si hubiera hecho eso hubiera tenido que hablarle de algo, haber parecido interesante y no estaba preparado. También pude haber sacado su teléfono de su bolso, siempre he sido ágil con la manos, y después  haberle preguntado si era suyo. Pero si me llegaba a ver sacándolo de su bolso, hubiera pensado que era yo un ladrón, y ya nunca habría podido conocerla. Finalmente decidí preguntarle a un conserje que encontré a mi derecha desocupando una bolsa de basura, si esa mujer venia lo suficientemente seguido como para saber que días y a que hora pasaba por aquí. El conserje, buen observador de su territorio, me dijo que todos los días de trabajo esta mujer se subía al metro más o menos a esta hora. En ese momento no me perturbó que el conserje conociera a tal detalle el horario de la mujer de los ojos felinos. Pero ahora si lo siento un poco extraño.

Me subí a mi metro y mientras miraba por la ventana tomé una decisión. Ya sabía que iba a hacer para ganarme los ojos de esa mujer, iba a darle algo tan único como ella, algo que no se podría conseguir en ningún otro lugar, decidí darle mi corazón. Con esta decisión en mente, me bajé del metro dos estaciones antes de lo planeado, camine hacía el norte sin desviar mi mirada de mi meta y en poco tiempo llegué a un hospital. En este hospital trabajaba mi hermano, el hermano que sí había puesto atención en clase, el hermano que sí había ido a la universidad, y que ahora trabaja como cirujano. Dentro del hospital fui directamente hacía los elevadores, presioné el botón que me llevaría al séptimo piso y me decepcioné una vez que se detuvo en el segundo piso para que entrara una señora ya arrugada y una jovencita de más o menos diecisiete años. Seguramente la mujer arrugada era su abuela, pero la pregunta era quien acompañaba a quien. Nunca lo supe.

Me bajé en el séptimo piso, y entré en la oficina de Carlos. Carlos siendo mi hermano, claro. Una vez que entré, no esperé un segundo para contarle lo sucedido. Le conté sobre la mujer de los ojos felinos. Le dedicamos unos quince minutos a la discusión de si realmente era posible tener ojos felinos sin ser claros, y al final llegamos a la conclusión de que era posible siempre y cuando la cara de la mujer fuera simétrica. Después le conté sobre mi conversación con el conserje y finalmente le dije mi idea. Le dije que me quería quitar el corazón para dárselo como regalo. Apenas Carlos escuchó esto, rompió a reír, lo que se me hizo muy raro. Carlos era el hermano inteligente, y el hermano con plata, pero siempre había sido igual de romántico que yo. De pequeños escribíamos juntos nuestros poemas, y los dos lo entregábamos a diferentes niñas. De jóvenes nos metíamos a las floristerías, uno distraía a los trabajadores y el otro robaba un ramo de flores que después le regalábamos a las mujeres más bellas del día. Si alguien podía entender mi necesidad de quitarme el corazón era él, pero se estaba riendo.

-Disculpa que me haya reído. - Dijo Carlos. -Pero somos demasiado iguales. -

Después de decirme esto, Carlos me explicó que él hace años había tomado la misma decisión, y que la verdadera razón para haber estudiado medicina, y haberse especializado en la cirugía, era sacarse su propio corazón. Yo me alegré al escuchar esto, y se lo hice saber al darle un brusco abrazo. Pero después vi en su cara una solemne seriedad. Le pregunté si él había tenido éxito en su intento y él me dijo que no. Cerró la puerta de su oficina y me dijo que me iba a contar un secreto que una vez graduado, le habían obligado a conservar.

-No tienes corazón, Daniel- Me dijo mi hermano. -Ningún humano tiene. -

Esto por supuesto me sonó estúpido. Durante milenios los humanos habían estudiado al corazón. Existen las cirugías a corazón abierto, todos los febreros se cortan corazones de papel, los marcapasos son algo que todo el mundo conoce. Mierda, ¡hasta en la escuela los niños aprenden del corazón, de sus partes y de sus funciones! Le expresé estos pensamientos a Carlos, y el con una mano en mi hombro me dijo que no sabía que decirme, que las cosas eran así y que no sabía por qué los médicos mentían al respecto. Yo le pregunté, que entonces por qué la gente herida en el pecho moría siempre, y el me dijo que eran los pulmones. Le pregunté por los marcapasos y me respondió que el ritmo cardiaco si existe, pero que nada más no es culpa del corazón. Le pregunté por los corazones de papel, y el me dijo que tenían la forma de las nalgas de una mujer agachada, no de un corazón.
Yo no sabía que decirle y el vio el desasosiego en mi cara. Me preguntó si podía ir a cuidar a Arturo un rato y me ofreció las llaves de su carro.

Tomé las llaves de su Jeep y conduje hasta su casa casi sin pensarlo. Al abrir la puerta Arturo, el husky siberiano de Carlos, me tiró de un golpe y me comenzó a morder la camisa. Él siempre me saludaba así. Entré a la casa, y le serví un poco de comida en su plato de metal. Mientras él tragaba casi sin respirar, me pregunté si él tenía corazón, le toqué el pecho para buscar su pulso, pero acto seguido Arturo me atrapo mi mano en sus fauces. En reacción al ataque, le metí un golpe en el hocico y fui a lavarme la sangre en el lavaplatos de Carlos. Frente a este había una ventana que dejaba ver otra ventana, y en esta se veía a una mujer. Una mujer que no podía ser muy alta, ya que solo se le veía la cabeza, una mujer que tenía el cabello dorado, no, marrón, no, tostado. Ah no recuerdo el color de su cabello. Mientras yo la miraba por la ventana, lavando la sangre de mi mano, la mujer me vio con sus ojos grandes y me saludó con una enorme sonrisa. Yo no entendí su alegría, su amistad inmediata, pero le regresé el saludo y la sonrisa. Le grité si quería venir, y ella  me gritó que sí antes de desaparecer de la ventana. Poco después Arturo y yo escuchamos unos golpes en la puerta.

-¡Daniel!- me saludó la pequeña mujer dándome un fuerte abrazo y apretando su cabeza contra mi pecho.

Esta mujer me conocía, pero yo no tenía la más mínima idea de quien era.

-¿No te acuerdas de mí, asno? Me preguntó e inmediatamente recordé su cara. Recordé su extraño tono de cabello y Eva, su nombre. Me reí, ella me golpeó, la abracé, ella me contó que se había casado con un tal Luis Esteban que estudió con nosotros, pero que él estaba en un viaje muy largo de negocios. Yo le pregunté si ella tenía corazón y ella me volvió a golpear, Arturo le gruñó y yo le expliqué lo que acababa de pasar. Ella me creyó inmediatamente (cosa que no es normal de Eva) y vi que su cara se llenó de tristeza. Bueno, de tristeza no, de rabia, pero esa era su tristeza.
Le dije que tenía una teoría, ella me preguntó cuál era. Le dije que yo creía que tal vez no teníamos corazones pero los podíamos encontrar. Ella me preguntó donde y yo le dije que el primer lugar era Punta Desengaño. Eva me preguntó que por qué ahí, y le respondí que Punta Desengaño quedaba en Argentina, entonces tendríamos que recorrer Sudamérica y que eso nos iba a dar muchos lugares para buscar. Y si en Sudamérica encontrábamos nada, desde Punta Desengaño podríamos irnos a Europa.

Eva estuvo de acuerdo con mi teoría, dijo que ella podía poner sus ahorros si yo ponía el carro y si yo estaba dispuesto a manejar. Por primera vez amé a mi hermano por desconfiar de mí y guardar él mi pasaporte en su casa. Tomé mi pasaporte, las llaves del Jeep de Carlos, el collar de Arturo, una bolsa de comida de perro, el plato de metal y me subí al carro mientras Eva iba a hacer no sé que en su casa. Una vez que ella regresó se subió al carro, preguntó el nombre de Arturo y le pedí que pusiera en su teléfono esa aplicación que todo el mundo usa para moverse por la ciudad, y que hiciera que su aparato nos guiara hasta Zihuatanejo en donde subiríamos el Jeep a un gran barco y nos tomaríamos
seis días en llegar hasta Cartagena de Indias, donde comenzaría nuestra aventura sudamericana.


martes, 22 de abril de 2014

Un ange contemporain.

Tous les jours, je me réveille
Comme un ange qui est tombé
Et je recherche mes ailes.
Je ne les trouve pas
Je dois acheter des chaussures.                                      
Et  pendant la marche
Je sent un froid infernal.

Je salue les gens dans la rue,
Je leur donne une poigné de main.
Et je perds ma main à cause d’âmes perdues.
Je pleur et l’homme me taxe pour mes larmes.
Et je paie comme un enfant naïf.

Je rentre chez moi énervé.
Je me couche.
Et tout commence de nouveau.
J’espère que tout changera
Qu’un ange pourra voler.

Mais tout commence une autre fois.

miércoles, 5 de marzo de 2014

El niño que no se podía despedir

El día que te conocí estabas sentado con tus amigos, los bonitos, los "populares." Yo sabía quien eras desde hace un tiempo, pero la verdad nunca me había fijado mucho en ti. Siempre me pareciste un hombre perfectamente ordinario. No me parecías feo, ni terriblemente atractivo. Te veías culto, siempre leyendo, siempre silbando canciones que no lograba identificar. Pero también te veías un poco tonto, riendote de bobadas en voz alta, riendote muy fuertemente de cosas que no me causaban gracia.
El día que te conocí, te conocí porque te presentaste. Te sentaste frente a mí, me sonreíste y me dijiste que te gustaba mi cabello. Yo no te quería creer, los hombres siempre se sientan frente a una y dicen el primer halago que se les viene a la cabeza. Pero no lo pude evitar, te creí, sonreí y me toqué el cabello. Me toqué el cabello que estaba un poco grasoso y me puse nerviosa, me reí, y te pregunté tu nombre.
Me lo dijiste, ya me lo sabía, me preguntaste el mio y me sentí un poco mal. Me dio rabia sentirme mal, no quería que me importara si me conocías o no, pero no lo podía evitar.
Mi celular sonó, era mi mamá, me levanté sonriente y le pedí a mi mamá que llamara después.
Me volví a sentar pero ya no estabas, miré alrededor y vi como te alejabas caminando sin una preocupación en tus hombros. No te quise preocupar así que saqué un libro y me puse a leer, al final del día solo eras un hombre más.

Semanas después estaba subiendo las escaleras de la escuela y te vi parado con cara de serio. Me molestaba mucho verte serio, me gustaba mucho tu sonrisa. Tenías cara de serio y frente a ti se encontraba otra niña. Una niña de cabello largo, pantalones pegados y boca bonita. Tú le preguntabas que había pasado, ella te respondía cosas que ni yo ni tú entendías. Moviste tus ojos y tu mirada se encontró con la mía, me hice la boba y comencé a subir las escaleras con la cabeza gacha. Te escuché despedirte de la otra niña y de repente tenías tu mano sobre mí. Volteé y me preguntaste cómo estaba. Te dije que bien y me diste un abrazo. Una semana antes no sabías mi nombre y ahora me abrazabas, me lastimaba un poco la fuerza con la que lo hacías pero la verdad se sentía bien, me sentía protegida, me sentía querida. Me solté de tu abrazo y te pregunté por qué te habías ido sin despedirte de mí hace una semana. Tú sonreíste con vergüenza y me dijiste que a veces hacías eso, que a veces no te despedías de la gente. Yo no podía dejar de pensar en como te acababas de despedir de la otra niña, pero no te dije nada para no sonar celosa. La verdad no sabía porque me importabas pero lo hacías, cuando me llevaste a mi salón de clases fui feliz, pero cuando entré a dejar mi morral y salí para no encontraré me sentí muy mal. Hace una semana no eras nadie y ahora me dolía que no te despidieras de mí.

Durante el resto del mes no te vi ni una sola vez. No sé si me ignoraste, si te escondiste de mí, o si sin darme cuenta me escondia yo de ti. Pero si se que una noche antes de meterme a bañar sonó mi celular y era un número desconocido. Una vez que contesté, escuché tu voz y mi corazón dio un brinco y giró en el aire. Te disculpaste por estar desaparecido y por pedir mi teléfono a alguien más. Yo te dije que era algo raro, que los hombres ya no hacían eso y te reíste con vergüenza. Agitada te dije que no te preocuparas, que era algo bueno, y te reíste una vez más. Me preguntaste si tenía novio y con muy poca preocupación te dije que no. Me invitaste a cenar y te dije que sí. De repente me diste mucha información muy rápidamente y colgaste sin si quiera decir adiós. Esa noche decidí que me bañaría en la mañana y me recosté a preguntarme si me gustabas o no. Dormí sin saber la respuesta.

Llegó la noche de la cena y mi mejor amiga estaba sentada en mi cama junto a mí preguntando quien me había invitado a salir. Yo no le había dicho que eras tú, no sabía si lo guardabas como secreto, si te daría vergüenza que alguien se enterara. Por esto solamente le dije que eras un niño que me comenzó a hablar de la nada y que nunca se despedía. Esto le dio curiosidad y me pidió que te preguntara porque lo hacías, y yo dije que lo haría. Le confesé que no sabía como vestirme y ella se burló de mí, yo no era una mujer tan femenina y no sabía que clase de vestimenta querías. Al final me puse mi único vestido y esperé a que pasaras por mí. Cuando me subí a tu carro me miraste, y te comenzaste a reír. Me llené de rabia y de vergüenza y te pregunté cuál era tu problema. Me dijiste que esa no era yo y tenías razón, pero no deberías haberlo sabido. Tú no me conocías, no sabías quien soy. No podías decirme si esta era yo o no. Me dijiste que me invitaste a mí por sobre todas las demás porque yo era diferente, porque parecía única y porque nunca me vestiría así. Te pedí que me dejaras cambiarme y me dijiste que sí.

Fue una noche muy divertida, no fue nada romántica, nada cliché. Fuimos a un restaurante en el que dibujamos en las servilletas y en el que únicamente tomamos café. Me dejaste en mi casa temprano, me diste un beso en la frente y me baje de tú carro. Caminé hacia mi puerta, me pregunté por qué no me habías besado y me volteé solo para ver como tu carro se alejaba. Para ver como una vez más te habías ido sin despedirte y para recordar que nunca te pregunté por qué no me decías adiós.
Pasó el tiempo y nos seguimos viendo, de repente me llamabas tu novia y me defendías cuando tus amigos decían que no veían nada en mí, que podías estar con alguien mejor. El tiempo siguió pasando y tuvimos todo por primera vez. Nuestro primer beso, nuestra primer pelea y nuestro primera reconciliación. Me diste mis primeras flores, mi primer carta, mi primer peluche relleno. Pero nunca te despediste de mí. De un momento para otro se había acabado la escuela y había que estudiar. Yo entré en la universidad nacional para estudiar biología marina y tú entraste a una universidad en Rumania para estudiar una carrera que nunca entendí de que se trataba. Te acompañé al aeropuerto, tomandote de la mano, temiendo el momento en el que finalmente me tendrías que despedir. Comimos en una cafetería en el aeropuerto, viendo el reloj y hablando con cierta incomodidad. O bueno, yo hablaba con incomodidad, tú no decías nada la verdad. Anunciaron tu vuelo y nos levantamos, caminamos hasta la puerta y me dijiste que dejaste tu teléfono en la mesa, me pediste que fuera por él. Yo sabía lo que estabas haciendo, estabas buscando el momento para irte sin decirme adiós, pero decidí  dejarte hacerlo esta vez. Me partía el corazón cada paso que daba caminando hacía la mesa pero lo hacía por ti, lo hacía porque sabía que lo necesitabas, que por algún motivo no te podías despedir.

Llegué a la mesa en la que estábamos sentados y sobre ella efectivamente estaba tu celular. ¡No me habías mentido! ¡Sí lo habías dejado ahí! Me sentí culpable por pensar tan mal de ti y corrí hacia la puerta para abrazarte, pero cuando llegué no estabas, te habías ido una vez más sin despedirte.
Pasaron los años y no supe nada de ti. Te odiaba por no despedirte de mí, por haberme dejado sola de la nada y por no haberme dado una sola señal de vida. Pero eso sí, todos los días cargaba tu celular, nada más para que me llamaras y te pudiera mandar a volar, para poder abandonarte como me abandonaste tú a mí y para poder hacerte sentir como me hiciste sentir a mí. Un año después de graduarme sonó tu celular, pero la voz que sonaba no era la tuya. Era la voz de un hombre militar y muy serio. Mi corazón se paró de repente mientras la voz me preguntaba si sabía de quien era ese celular. Cuando le dije que sabía que era tuyo y quien era yo respecto a mí, la voz se presentó como tu papá, a quien nunca me habías presentado, y me dijo que habías ido a dibujar en una servilleta y que querías encontrarme allí.

Me subí a mi carro, conduje a toda prisa y llegué al lugar donde salimos a comer por primera vez. Mi cabello era mucho más largo ahora, estaba maquillada y me vestía muy bien. Te vi sentado y también estabas diferente. Tenías tus cabellos cortos, una pequeña barba cerrada y los hombros anchos. Me miraste y como me lo esperaba te empezaste a reír, reí contigo y te besé. Me picaba tu barba pero decidí que me podría acostumbrar a eso, había mucho que te quería preguntar pero que jamás lo hice. ¿Habías conocido a alguien más? ¿Qué habías hecho durante todos estos años? Tu beso no me decía nada pero me quitaba las ganas de preguntar, y supongo que eso fue lo mejor que pudo pasar, ya que dos años después estábamos casados, y seis años después conducías a nuestros hijos a diario para dejarlos en su escuela. Yo siempre iba contigo, no solo para ver que ellos llegarán bien a estudiar, sino para escuchar como te despedías de ellos, siempre como si fuera la ultima vez que los verías. No estoy segura por qué hacía esto, me sentía terrible sintiendo celos de mis propios hijos ya que a ellos les dabas lo que nunca me diste a mí. Siempre te despedías con besos con abrazos, pero nunca me los dabas a mí. A mí solo me mirabas y seguías con tus días, nunca me decías por qué.

Me encantaba vivir contigo, me encantaba estar casada contigo pero odiaba no saber el porqué de tu incapacidad de despedirte de mí. Pero para toda pregunta hay respuesta, y la mía me la diste y ya no la quise saber. Una mañana me despertaste para dejar a los niños en la escuela pero un dolor de cabeza no me dejaba mover. Te di un beso en tu barba cada vez más clara sabiendo que no te ibas a despedir y me volví a dormir. Poco después sonó el teléfono de la casa, contesté y me subí a mi carro en pijama.

Conduje como loca hasta la sala de emergencias donde estabas y vi a los niños sentados en la sala de espera. Los abracé, los besé y les pregunté que había pasado. Ellos me dijeron que los llevabas a la escuela cuando un hombre extraño saltó frente al carro y lo golpeaste sin querer. Me contaron que te bajaste y que el hombre nervioso te clavo una navaja antes de irse corriendo. Los niños lloraban y yo les decía que todo iba a estar bien. Entré en la sala y ahí estabas, recostado, con la piel pálida y amarrado a más no poder. Me miraste y sonreíste pero comenzaste a lagrimear. Te disculpaste conmigo, ¡conmigo! por poner a los niños en riesgo. Te dije que no fueras bobo y ya no me pude contener, lloré encima tuyo, te pegué en el pecho con mi puño y sabía en ese momento aunque no me lo dijera ningún doctor que te iba a perder. Te volviste a disculpar conmigo y te dije que ya no más, que los niños estaban bien. Pero me dijiste que no era eso, que te disculpabas por dejarme en el aeropuerto, por irte de mi casa después de la primera cena y por no estar ahí cuando salí de mi salón. Te disculpaste y me dijiste que desde el momento en el que me hablaste, decidiste que nunca me ibas a perder, que nunca ibas a estar lejos de mí y que por eso jamás te podrías despedir. Me dijiste que como nunca nos despedimos nunca terminamos la conversación, siempre estábamos en contacto aunque lleváramos sin hablarnos cuatro años. Los ruidos de las maquinas que estaban junto a ti comenzaron a irritarse, comenzaste a toser y me tomaste la mano. Sabía que te querías despedir de mí al fin, lo veía en tus ojos y no lo podía creer. Te vi abrir la boca y te la tape con la mía. Mis ojos empapados en lagrimas, mi mano sobre tu pecho y de repente ya no estabas aquí. Ya no estabas conmigo, habíamos llegado a nuestro fin.

Pero ahora, diez años más tarde aquí frente a esta piedra con tu nombre seguimos hablando, tenías razón y espero me disculpes por no entenderlo desde el principio. Despedirnos era ponernos un fin, era dejar de estar juntos y eso no era algo para ti ni para mí. No sé que haría si no pudiera hablar contigo, con el hombre que siempre se iba y regresaba. Con el hombre que nunca se despidió pero nunca me abandonó. Que bueno que nunca me despedí de ti.