sábado, 21 de febrero de 2015

Cuentos Charros: Silvia y Ernesto

Estaba en caballerizas tomando una cerveza imaginando que era ron. No porque no me gustara la cerveza, sino porque esa cerveza no tenía ese sentimiento carnal que normalmente tenía el ron.
Mientras me tomaba mi cerveza intentaba escribir un poema. Tomaba sorbitos y escribía palabras, tomaba sorbitos y pensaba en sentimientos. Pensaba en tristeza y pensaba en la luna, pensaba en amor y pensaba en pedirme un poco de ron. Pero el poema no salía, yo poeta no era y eso lo sabía, pero quería intentar. Yo sabía todo lo que se podía saber de métrica, todas las posibles palabras y todas sus posibles rimas, pero el poema no salía.

-Mientras cuentes las sílabas el poema no saldrá. Dijo una voz con acento americano un poco lejos de mí pero a mi izquierda.
-Yo sé. Respondí sonriendo con toda falsedad. Pero solo quiero practicar, no es como que me vayan a recordar por esto.
-Eso no lo sabes sweetie. me respondió la voz que de repente me parecía terriblemente femenina.
-¿Y tú sí?
-Honey di lo que quieras, pero yo no estoy contando palabras.

Después de eso decidí que la voz tenía razón. Bajé mi lápiz y terminé mi cerveza. Lleve el vaso a la barra y pagué. Cuando regresé a mi silla noté una rubia media melena inclinada sobre mi papel. Me senté frente a ella y la miré fijamente hasta que me notara.

-Esto es trully malo muchacho. Dijo la voz sin levantar la mirada. Come on, vamos a caminar.

Me hubiera ofendido si yo pensara que mi poema era bueno, pero la verdad lo poco que había escrito me parecía fatal. Le ofrecí una mano a mi nueva compañera, y para mi sorpresa, ella la aceptó con mucha gracia. Esos días en España, en especial Salamanca no era normal recibir una respuesta positiva a una señal de caballerosidad, mucho menos una respuesta tan apropiada y educada. Salimos por la calle silencio del pequeño bar y le pregunté a mi compañera de donde era, explicándole que me sorprendía su forma de actuar. Boston respondió con un fuerte acento y me sonrío. En ese momento noté su corte de cabello, y sobretodo su estilo peculiar de belleza. Parecía un personaje secundario de una buena obra de teatro escrita en los años cincuenta.

-Pardon dijo la veinteañera de Boston mientras me tomaba del brazo con delicadeza.  Yo no conozco la ciudad ¿me la podrías mostrar?

Por supuesto yo accedí, aquella mujer era bella, eres intrigante y tenía ojos de muerta. No en el sentido de la nada que significa la muerte, sino en el de la paz agonizante que yo imaginaba se debía sentir en el más allá. Era una de esas mujeres de las que se entendía que no había dos y seguramente que aunque sea de poesía me podía enseñar. Decidí ir con ella al jardín de Calixto y Melibea, mi razonamiento fue que ella seguramente no sabía de ese pequeño y coqueto lugar, pero seguramente era familiar con los personajes que llevaba en su nombre. Era al mismo tiempo una muestra de mi cultura y una prueba de la de ella.

-¿Qué quieres demostrar trayéndome aquí? Preguntó el momento en el que cruzamos el pequeño arco que divide a Salamanca del pequeño jardín y no supe qué decir.
-No pretendas sorprenderme, don't be the beast. 
-¿The beast? Pregunté
-Yeah, the beast. Respondió. No me tires besos sin que te conozca, no bailes como un mono sin que te pueda abrazar.

Yo no entendí lo que quería decir, pero asentí. Las mujeres interesantes siempre hacían eso, soltaban frases que uno no entendía hasta semanas o incluso años después, pero que eran clave recordar.

-Te está diciendo que no la ganes como un torero, o lo que ella considera un torrero. Dijo una voz masculina, con un ligero acento americano pero que casi no se sentía sobre ese español perfecto

-Ernest. Dijo ella con sus ojos abiertos y su puños cerrados.
-Sylvia. Respondió él tocando la punta de su sombrero.
-Who is the kid? Preguntó Ernesto seguramente asumiendo que yo no entendía inglés.
-I'm not sure, a spanish writer I suppose. Respondió Silvia.
-No creo que lo seas. Dijo Ernesto clavando sus peligrosos ojos en mí.
-No diría escritor. Respondí. Pero aspiro serlo.
-No me refería a eso, tienes el aliento de un escritor, lo que no pareces es español.
-Ah claro, no lo soy.
-Lo sabía.
-Soy de...
-Oh please, who cares? Interrumpió Silvia. Vamos a ese puente que se ve allí.

Salimos los tres del jardín y caminamos en dirección al río. Yo veía a Ernesto y me parecía que se hacía más viejo con cada paso que daba. No era algo extremadamente evidente, pero era como si lo hubiera conocido a los veintitrés y que en ese momento estuviera por cumplir los veintiséis. Llegamos al puente romano y nos detuvimos a ver la corriente correr. Hace meses que no llovía, y el rio estaba bajo aunque no se notara a primera vista. El viento nos azotaba como el viento charro lo solía hacer y cientos de pájaros de colores y monocromáticos volaban en círculos sobre todos nosotros. Silvia se apoyaba en el borde, como alguien que quiere saltar y la oí susurrar aunque solo fui capaz de entender el final.

-Over each weighty stomach a face, floats calm as a moon or a cloud. 
-No seas poeta niño. Me dijo Ernesto quien de repente tenía una blanca barba. No si tienes la opción de elegir.
-¿Ella escribe poesía? Pregunté.
-Solo vela, con eso basta para responder. Respondió.
-¿Y usted?

Ernesto rió.

-Escribí poemas, pero no me consideraría poeta.
-Narrativa entonces. Insistí.
-Sí muchacho, ahora ve por ella que está a punto de saltar.

Ernesto no mentía, Silvia se había subido a una de las sillas de piedra del puente y de un brincó había escalado hasta el borde. Sus brazos estaban abiertos, pero sus piernas no mentían. Todo su cuerpo estaba firme, su corte de cabello digno de los años cuarenta se agitaba bruscamente contra el viento y sus labios parecían intentar besar a alguien. Le toqué su pierna y ella me miró con aburrimiento, me tendió su delicada mano y con el mismo brinco que usó para subir, bajó. Ernesto estaba aburrido y ofreció comprar un poco de whiskey o un poco de vino. Yo quería ron, pero me dio miedo decirle que no. Ese hombre tenía la masa y la forma de un campeón de guerra, los ojos de un pescador decidido y las grandes manos de un boxeador.

-¿Por qué ibas a saltar? Le pregunté a Silvia una vez que Ernesto nos dejó.
-Había mucho silencio. Respondió. Y el sonido me deprime, pero no el sonido del silencio, sino el sonido de mi silencio.
-No tiene sentido. Dije en voz baja.
-Pardon? 
-Te ibas a matar como si no importaras, pero tu silencio te deprime, como si fuera muy importante lo que tuvieras que decir.

La cara de Silvia de repente cambió y ya no era una mujer de veinte años aburrida. De un momento para otro Silvia había cumplido treinta y estaba enfadada, enfadada como una asesina, enfadada como una malvada abeja.

-Debería besarte. Me dijo con odio.
-¿Besarme?
-Sí, besarte.
-¿Por qué carajos me besarías? pregunté levantando la voz.
-Kiss me, and you will see how important i am.

Esa frase me enojó como nada me había enojado en mi vida. No por su naturaleza absurda, la frase como tal me parecía bellísima. Pero yo ya la conocía, ese era el problema. Nada me enojaba más que esas personas que no hacían más que citar autores y pretendían que nadie los podría reconocer. Que nivel de pedantería involucraba, que soberbia necesitaba, que molesto que me ponía.

-Cállate. le dije alejando mi cara de la suya.
-Excuse me? Respondió Silvia llevando su mano a su pecho con indignación.
-¿Por qué no hablas con tu propia voz?, ¿Por qué hablar en citas? ¡Yo conozco a Plath!
-Claramente no. Respondió.
-Puede que seas su admiradora número uno, pero no eres nadie para juzgar. Mis puños se calentaban.
-But I am.
-¡No, no lo eres! Grité y me retiré ofendido sin realmente saber por qué.
-He's clever isn't he? Preguntó Ernesto mientras me detenía el paso con una sola mano sobre mi pecho.
-He is awfully rude. Respondió Silvia.
-Niño, deberías respetar a tus mayores. Me dijo Ernesto mientras me empujaba devuelta a mi lugar.
-Te presento a mi amiga, Sylvia Plath.
-Nice to meet you too. Dijo Silvia con indudable pedantería.
-Claro, por supuesto, eres Sylvia Plath, y yo soy Gertrude Stein, y tú seguramente eres Hemingway.
-Well, I am. Respondió dándome media sonrisa.
-Come on, sígueme niño. Vámonos a beber junto al rio.

La situación era tan estúpida que decidí no discutir. Caminé junto a los dos supuestos escritores y vi como el sol se escondía y como la ciudad comenzaba a brillar. El frío aumentaba y mi cuerpo no se demoraba en darse cuenta, el temblor se apoderaba de mí y Ernesto me dio la botella de whiskey. Yo tomé un buen sorbo para calentarme e intenté no vomitar. Ernesto me dijo que si quería ron debí haberlo dicho y no respondí. El camino por el que andábamos era bastante bello, a la izquierda estaba el rio y a la derecha la carretera que conectaba a Salamanca con Madrid. El ruido era mínimo, si se prestaba atención se escuchaba al viento y al rio, y era divertido ver como los estudiantes salían a correr. Algunos con mucha técnica mientras que otros claramente corrían para no quedarse en su casa intentando no llorar. La noche cayó del todo y los tres llegamos en silenció a una pequeña isla que estaba dentro del río. Ernesto se sentó en el pasto y abrió con su zapato la botella de vino francés que había comprado. Silvia caminaba mirándome con desprecio y yo solo estaba allí enojado.

-Tienes que relajarte muchacho. Me decía Ernesto.
-Tienes que aprender un poco de modales. Seguía Silvia.
-Ustedes tienen que madurar. Decía yo.
-Te dará mucha vergüenza cuando te des cuenta de que yo tengo razón. Dijo Ernesto.
-Te debí dejar allí en ese bar con tus malos sonetos matemáticos. Dijo Silvia.
-Ustedes están muertos. Dije yo.
-¿Y? Preguntó Ernesto.
-Me cuesta trabajo creer que los fantasmas de ustedes dos, no solo son amigos, sino que se pasan la eternidad caminando por Salamanca.
-No pasamos la eternidad por aquí. Dijo Silvia. Venimos cuando queremos conocer gente nueva.
-¿En Salamanca? Pregunté. Aquí no hay nada, hay estudiantes y hay fiestas pero nada más.
-Salamanca es una buena ciudad para la gente que se busca suicidar. Respondió Ernesto.
-Y hay mucho artista. Agregó Silvia. By the way, Ernest y yo no somos amigos. 
-No le caigo muy bien, pero yo la obligo a estar conmigo. Dijo Ernesto riendo.
-You are an ass. 
-Fue mal tiempo, si no nos hubiéramos suicidado tan próximos en tiempo, no nos habríamos ni cruzado.
-It's about time dear.
-Bueno niño. Me dijo el supuesto Hemingway. En pocos minutos nos tendremos que ir. ¿Vienes?
-¿A dónde? Pregunté. No era yo creyera que él era realmente Hemingway, pero tampoco quería que se fueran tan pronto de allí.
-No sabemos todavía, pero ya se nos acabó el tiempo aquí.
-Just give him a gun.
-Yeah no ovens around here.
-You are hilarious...

Hemingway (por algún motivo esa pequeña discusión me había conseguido convencer de que era él) de la nada había conseguido una escopeta, y me la dio elegantemente.

-No vas a ser famoso chico, pero eso debería darte igual.
-También es posible que simplemente mueras. Agregó Plath. Nada garantiza que despiertes con nosotros.

Sentí el peso de la escopeta en mis manos y miré a la dorada catedral a lo lejos.

-Salamanca es una buena ciudad para la gente que se busca suicidar. Dije y esperé despertar con ellos...

No desperté con ellos. Pero aunque sea desperté. Dediqué mi eternidad (y todavía lo hago) a escribir sonetos y esperar que Silvia los apruebe cuando pasa por aquí. A veces me acerco a los jóvenes escritores que se sientan a escribir en caballerizas y les cambio sus tés y sus cafés con leches por cervezas, y si ya tienen una cerveza les pongo ron. A veces leo sus poemas y sus cuentos, y si me gustan se los digo, pero parece que nunca me escuchan. Para mi sorpresa el camarero todavía me reconoce, pero ya no me cobra. A veces me pregunto si él también se habrá matado queriendo ser amigo de Hemingway y de Sylvia Plath. Pero prefiero no preguntarle. No tiene sentido hacer incomoda el resto de la eternidad.

2 comentarios:

  1. Cada cuento sorprende e invita a volar con la imaginación

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  2. Hola, buenas. Yo quisiera mandarle un mail. Cambió de dirección?

    Lo felicito por su constancia y por la evolución en sus textos.
    Un abrazo.

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